El problema de la cerveza

Algunos sabores, con sus olores, pueden dejarnos ciegos y sordos de gusto

Bodega La Ardosa, en Malasaña.GETTY (GETTY)
Madrid -

Hace unos meses (me dice Google, que todo lo sabe, que fue exactamente el 25 de noviembre), cuando ya en toda España los restaurantes estaban cerrados y los madrileños teníamos el privilegio de seguir haciendo reservas para almorzar y cenar fuera de casa, me comí el plato que mejor me ha sabido en mi vida. Fue en Nina Pasta Bar, una pequeña trattoria castiza de La Latina a la que no me importa hacer publicidad gratis, pues me proporcionó uno de los momentos más felices del año pasado. El plato en cuestión se llamaba Papardelle Ragú Capote y consistía en unas cintas de sémola al h...

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Hace unos meses (me dice Google, que todo lo sabe, que fue exactamente el 25 de noviembre), cuando ya en toda España los restaurantes estaban cerrados y los madrileños teníamos el privilegio de seguir haciendo reservas para almorzar y cenar fuera de casa, me comí el plato que mejor me ha sabido en mi vida. Fue en Nina Pasta Bar, una pequeña trattoria castiza de La Latina a la que no me importa hacer publicidad gratis, pues me proporcionó uno de los momentos más felices del año pasado. El plato en cuestión se llamaba Papardelle Ragú Capote y consistía en unas cintas de sémola al huevo cubiertas por una salsa boloñesa tan deliciosa que aún me duelen los carillos por dentro al escribir estas líneas. Recuerdo que fue un rato precioso, en el sentido más concreto de la palabra, pues todos sabíamos que estábamos disfrutando de dos bienes carísimos: nuestro tiempo juntos y la capacidad de pagar una minuta. Tampoco es que recuerde más detalles de la velada. Durante el rato que estuve dando cuenta de aquel manjar no fui capaz de prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor.

Algunos sabores, con sus olores, pueden dejarnos ciegos y sordos de gusto. Estoy segura de que ninguno de los que nos reunimos aquel día valoramos que aquel tipo de encuentro pudiese privarnos, precisamente, del olfato y del gusto. Es ahora que ya me he acostumbrado, relativamente, a la idea de que este virus nos aleja de los placeres colectivos cuando he empezado a tener pánico a perder los individuales. A estas alturas del proceso pandémico ya sé qué es un laudus interrumptus por toque de queda, ya conozco cómo sienta reprimir un achuchón a mi abuela o cómo es imponerse celibato y pensar que las citas, mejor en primavera. Lo que no sé es cómo es darse una ducha caliente y no sentirse reconfortado porque el gel y el champú no despiden fragancia.

Lidia me cuenta que, aunque nunca se lo hubiese imaginado, para ella eso fue duro: tampoco he experimentado haber parido a mi primer hijo y, al tenerlo en brazos, no poder percibir ese perfume calentito. Mariña me explica que para ella eso fue terrible. No tengo ni idea de lo que es hacer palomitas y que la casa no se llene de ese tufillo hogareño. Alberto me detalla que para él este detalle nimio fue traumático, junto con despedir ventosidades involuntariamente y no saber si sus congéneres estaban pensando que era un guarro. Igualmente, no tengo ni idea de cómo es que se declare un escape de gas en mi edificio y no darme cuenta, por haber perdido un sentido que me avisa del peligro. Lo que si sé es que estoy viva, todavía tengo todos los sentidos y ahora que todo es tan triste, la alegría es algo tan simple como sentarse en la cocina y notar el amargor de una (perdonen la publicidad) Mahou al final del día.

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