La FP de los excluidos
Madrid cuenta con 10 centros de Unidad de Formación e Inserción Laboral (UFIL) para los menores más vulnerables y fuera del sistema educativo
Justo al lado de la comisaría de Policía de Carabanchel hay una puerta abierta donde se dan segundas oportunidades. Parece colocado adrede, pero es casualidad. Se trata de un espacio amplio con varios edificios que tienen por nombre Puerta Bonita. A la izquierda, un centro de Formación Profesional donde los alumnos pueden acceder a conocimientos específicos de Comunicación Audiovisual y Artes Gráficas. A...
Justo al lado de la comisaría de Policía de Carabanchel hay una puerta abierta donde se dan segundas oportunidades. Parece colocado adrede, pero es casualidad. Se trata de un espacio amplio con varios edificios que tienen por nombre Puerta Bonita. A la izquierda, un centro de Formación Profesional donde los alumnos pueden acceder a conocimientos específicos de Comunicación Audiovisual y Artes Gráficas. A la derecha, el lugar donde van los perdidos de la sociedad, los que nadie quiere en sus aulas, los que han dado problemas en secundaria o los excluidos de un mundo donde supuestamente estarían llamados a ser delincuentes, sin techo o invisibles. Ahí, José Luis Gordo, director desde 1997 del centro de Unidad de Formación e Inserción Laboral (UFIL), hace visibles a jóvenes entre 16 y 18 años, en su mayoría inmigrantes que todavía no dominan el castellano, y les da un futuro, una manera de ganarse la vida de forma honrada. A todos los conoce por su nombre. Y acaba consiguiendo, con un 70% de éxito, reengancharles en la vida laboral. “Si no, les condenas a depender de los demás o a la exclusión social el resto de su vida”.
En la región madrileña hay 10 Ufil repartidos como el de Puerta Bonita -uno de los más grandes- con cerca de 600 alumnos en total. Cinco de ellos están en la capital, y el resto en Fuenlabrada, Móstoles, Parla, Leganés y Alcalá de Henares. En el de Carabanchel (Madrid), y en todos los demás, se estudia y se trabaja para que los alumnos salgan con el título más bajo de la formación profesional. Para acceder ahí no es necesario haber aprobado secundaria, aunque dentro les ayudan a prepararse los exámenes para que retomen, si quieren, a la vida académica. A los que no, les abren un camino con una oferta diferente. En Puerta Bonita, por ejemplo, hay cuatro ramas para elegir: carpintería, jardinería, cocina y restauración, donde practican el ensayo y error en un restaurante -ahora cerrado por la pandemia- donde por 10 euros -sin bebida- el comensal disfruta de menús de cuatro platos “de alta cocina”. Así se reciclan vidas perdidas. Así es como algunos menores españoles y menores extranjeros no acompañados (menas) que se van a la calle cuando cumplen 18 años intentan agarrarse a una sociedad que, a priori, les da la espalda.
“Las clases aquí están formadas por entre 15 y 17 alumnos como mucho”, explica Gordo, el director, y todos tienen un maestro y un técnico en la especialidad que han elegido. Esa estructura es básica para entender al alumno, comprender sus carencias, pero no solo las académicas, también las emocionales, porque no son pocos los que llegan rotos, a pesar de que no han comenzado todavía su vida adulta. Algunos, de hecho, están en situación de calle y amanecen con un único objetivo: acudir a clase. “Este año hemos tenido 12 casos así”, admite el director. Ahí es cuando entran en juego las profesoras de técnico de servicios a la comunidad (PTSC), como Elena Sanz o Rocío Ibáñez, que se encargan de desplegar toda la red creada por los servicios sociales y las organizaciones no gubernamentales como la del barrio de Pan Bendito para buscarles techo. “Es duro porque a veces es difícil buscarles acomodo y esto es lo más estable que tienen”, explica Sanz.
La financiación de las UFIL la asume la Unión Europea en un 92,7% en aquellos jóvenes que estén inscritos en el Plan de Garantía Juvenil (alrededor del 50%) mientras que, en los restantes casos, lo asume la Comunidad de Madrid en solitario. Poco, para el sindicato CC OO, que asegura que ha ido perdiendo recursos desde 2011. La Administración, sin embargo, insiste en que ha incrementado un 9% el cupo de las Ufil desde el curso académico 2015-2016, hasta alcanzar 107 profesores y considera que la plantilla de personal está equilibrada y cuenta con el número de profesionales adecuado. “A nosotros esos números no nos cuadran. De hecho pedimos un incremento del 30% de la plantilla”, explica Isabel Galvín, de CC OO “Faltan 21 maestros de refuerzo, 9 PTSC y profesores de educación física. Y eso que ahora dicen que le dan tanta importancia a la educación física…”. Los PTSC, aclara, son esenciales porque luchan contra el absentismo y son los encargados de buscar recursos sociales y sociocomunitarios para alumnado en riesgo de exclusión incluso que vive en la calle.
Los efectos positivos de estos centros se palpan nada más entrar por la puerta. De pronto, el respeto entre profesores y alumnos es total, casi familiar. No hay exclusiones de ningún tipo. Y sobran historias de vidas deconstruidas y reconvertidas.
Kaoute. 18 años. Camerún
Kaoute, que dejó atrás madre, hermana y hermano, es otro de los que tiene dos fechas como grabadas a fuego. El 12 de enero de 2017 dejó Yaundé y emprendió un periplo que le llevó a la costa europea el 8 de mayo de 2018. Ese día realizó en patera la travesía desde las costas de Tánger a las de Tarifa. El coronavirus ha impedido seguir practicando un deporte al que empezó a jugar en Toledo, el rugby. Sueña con ser algún día profesional. De momento ha de conformarse con aprender a ser jardinero desde que logró una plaza en la Ufil de Puerta Bonita de Carabanchel. La luz empapa diáfana el vivero en el que junto a media docena de compañeros escucha las palabras del profesor que los guía en el camino para lograr un empleo como auxiliares de parques y jardines. Kaoute, que como muchos cameruneses habla francés e ingles, vive en el barrio de Aluche acogido en una habitación del piso de una mujer congolesa.
Ayoub. 21 años. Marruecos
La vida le sonríe ahora a Ayoub. Con 21 años, trabaja de cocinero en el restaurante Marieta, en la Castellana, donde reconoce que le tratan bien, cobra lo normal y no tiene ninguna queja con sus jefes o compañeros. Paga sus impuestos, quiere alquilarse un piso para vivir con dos amigos y se gana el sustento de forma honrada como hacía su padre en Castillejos (Marruecos), que era pastelero. De él aprendió sus primeras nociones de cocina, aunque “aquí hay otro nivel”. Aunque lo suyo tampoco fue llegar y triunfar. Cruzó la frontera con 16 años por Ceuta, donde acabó en un centro de menores hasta los 18, momento en el que le abrieron las puertas para que se buscara la vida. Se fue a San Sebastián buscando una oportunidad, pero solo encontró las frías calles para echarse a dormir. “Lo pasé mal”, admite ahora. Era joven, tenía sueños y no quería aquella vida. Con Cruz Roja retrocedió hasta Madrid, donde entró en un albergue sin saber casi hablar español e intentó centrarse. Entonces su suerte empezó a cambiar: se matriculó en la Ufil Tierruca, en Puente de Vallecas, y buceó en los conocimientos sobre la cocina española. Hoy sus antiguos profesores lo recuerdan con orgullo. Habla español correctamente y piensa en grande.
Daniela. 17 años. República Dominicana
Algo le pasó a Daniela que prefiere no contar que hizo que acabara en las clases de la Ufil de Puerta Bonita. Con 17 años, esta dominicana de ojos brillantes había aprobado sin problemas tercero de la ESO y se iba a matricular en cuarto para seguir con sus planes, porque quiere estudiar educación infantil. Le encantan los niños, tiene una paciencia infinita y siempre ha sabido que era su destino. Pero algo se oscureció en su camino el verano pasado que ensombrece su mirada al recordarlo. Dejó de estudiar. Paró. Y se perdió. Después pidió auxilio en el mismo lugar donde su hermano, de 21 años, enderezó su vida unos años atrás. Ahora, con un carácter que lleva por bandera, es la única mujer en una rama plagada de hombres: ha elegido carpintería porque le encanta moldear la madera a su gusto y donde ha encontrado un desahogo que tiene que ver más con alivios del alma. Llegó en octubre, con el curso ya empezado, y su profesor ya la cataloga como “la segunda mejor de la clase”. “¿Cómo que la segunda?”, reclama ella, irónica. Sabe que lo hace mejor que bien y que se ha impuesto a sus compañeros, que la respetan como a uno más del grupo. “Al principio me intentaron ligar, luego conocieron a mi novio”, se ríe. Mientras, sigue preparándose para volver al camino tradicional, terminar la ESO y estudiar educación infantil. “Esto me viene bien ahora”.
Mohamed. 19 años. Guinea
Mohamed acaricia la madera mientras escucha los consejos de su monitor. El enorme colgante dorado que pende de su cuello con las letras NBA se cimbrea mientras rasca la tabla con el formón. Como muchos otros se fue de casa sin decir adiós, sin avisar. Su madre estaba trabajando. Eran las 14.30 horas del viernes 7 de julio de 2017 y tenía 16 años. Junto a tres colegas emprendió desde Conakry, capital guineana, un viaje de 15 meses por la misma ruta que trae a Europa a decenas de miles de subsaharianos a la caza de una vida mejor. Uno de los cuatro amigos se la dejó para siempre en el desierto argelino, cerca de Tamanraset, cuenta Mohamed enfundado en el mono de carpintero. La etapa más larga del trayecto transcurrió al final, en Marruecos. Allí llegó a trabajar varios meses en la construcción para pagarse la estancia en el barrio de Takadoum de Rabat, un hervidero de africanos. También tuvo que reunir dinero para el salto definitivo. La patera en la que se embarcó tocó tierra en Almería el 25 de octubre de 2018. Hasta que cumplió la mayoría de edad el 29 de julio de 2019 pasó por centros de menores de esa ciudad, Granada y el de Hortaleza en Madrid. Ahora, con 19 años, vive temporalmente en un albergue de Cruz Roja en el Pozo del Tío Raimundo y aspira -más bien está obligado- a conseguir un trabajo para poder independizarse. Mientras termina su jornada de formación en la Ufil Puerta Bonita no quiere ni pensar en tener que vivir en la calle como ya hizo hace dos meses en Lavapiés.
Marin. 24 años. Bulgaria
Ahora es un ejemplo a seguir, pero Marin pasó por la Ufil Pablo Neruda, de Móstoles, no solo para aprender electricidad, la rama que eligió, sino para aprender a controlarse. De pequeño era el típico niño “que no era malo” pero que se enfadaba mucho y debía aprender a controlar “una ira” que no sabe de dónde salía. No encajó en el sistema educativo tradicional, llegó hasta 2º de la ESO, y abandonó. En Pablo Neruda no solo absorbió todo lo que ahora pone en práctica en su propia empresa, de la que vive él y otra persona -y donde estaba a punto de contratar a 15 más cuando llegó la pandemia- sino también a canalizar sentimientos gracias a su maestra Matilde, que le dio conocimientos, pero también le escuchó y le entendió. “Me hizo de psicóloga”, reconoce ahora. Llegó a los 10 años de su país, Bulgaria, y ahora, con 24, presume de vivir de su propia empresa con la que realiza instalaciones eléctricas a colegios, oficinas, tiendas, restaurantes o viviendas. AVM Instalaciones Eléctricas, que lleva las iniciales de su hija de dos años, goza de salud, a pesar de que con la covid ha perdido grandes facturaciones, y presume de seriedad. “Si un cliente me falla no vuelvo a trabajar con él”, admite. Quid pro quo.
Khalid. 36 años. Marruecos
Khalid tiene claro que será muy difícil volver a vivir a su país. Su mujer, una abogada tinerfeña, lo mira con una sonrisa mientras él explica qué le ata a España lejos de su familia. Bajo el vientre de curva imperceptible de Marta late una vida de tres meses. Es la ilusión de ambos junto a la carpintería de Carabanchel en la que hace más de una década él entró como ayudante. Al jefe del negocio le llegó la hora de la jubilación y puso en bandeja a Khalid quedarse con el traspaso. El patrón ha fallecido hace poco y este empresario muestra ahora orgulloso la maquinaria de hace medio siglo con la que empezó a trabajar y una mayor y más moderna que ha adquirido hace poco de segunda mano. “Cuenta, cuenta”. Marta se sacude algo de serrín al quitarse el abrigo mientras empuja a su marido a relatar cómo llegó a España. Él se sube las gafas y la mascarilla mientras se ríe. Hace dos décadas, con 16 años, dejó atrás un populoso y popular barrio de Casablanca. Logró acceder de polizón a un carguero en los bajos de un camión. Tras desembarcar en Algeciras casi dos días después, siguió la ruta acurrucado bajo el vehículo hasta que aprovechó una de las paradas en Málaga para escabullirse. El itinerario de otros menores se repitió: centro de acogida y acceso en busca de una oportunidad laboral a la Ufil de Puerta Bonita. Hoy Khalid, aquel niño que empezó a trabajar la madera en Casablanca, es un orgullo entre los profesores.