El genuino derbi madrileño
En Madrid, cualquier cosa puede convertirse en un arma política, como el alumbrado navideño o una mascarilla, según el autor
El fútbol, como cualquier otra palpitación emocional, puede convertirse en una potente maquinaria de odio. Todos conocemos consumados especialistas en la materia. En Argentina los hay de gran nivel. Fue por ellos que, en otro diciembre de hace dos años, Madrid tuvo que acoger un partido como quien acoge una conferencia para detener una guerra: aquel River-Boca de la final de la Copa Libertadores que los profesionales de la bronca habían impedido jugar en Buenos Aires.
Se temía que la confrontación bélica prosiguiese a este lado del Atlántico. Pero el aire del otoño madrileño -y, todo se...
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El fútbol, como cualquier otra palpitación emocional, puede convertirse en una potente maquinaria de odio. Todos conocemos consumados especialistas en la materia. En Argentina los hay de gran nivel. Fue por ellos que, en otro diciembre de hace dos años, Madrid tuvo que acoger un partido como quien acoge una conferencia para detener una guerra: aquel River-Boca de la final de la Copa Libertadores que los profesionales de la bronca habían impedido jugar en Buenos Aires.
Se temía que la confrontación bélica prosiguiese a este lado del Atlántico. Pero el aire del otoño madrileño -y, todo sea dicho, el ejército de policías- surtió un efecto calmante. No hubo incidentes con que alimentar la sed de planos adrenalínicos de la televisión. Como no los hubo en las dos ocasiones anteriores en que el Madrid y el Atleti también se midieron en ciudades distantes por el gran título continental. Esas citas llevaron a Lisboa y a Milán a riadas de hinchas de ambos bandos. Se vivieron partidos llenos de emoción y de sobresaltos, de alegrías y de amarguras. Y todos volvieron para casa, unos cantando y otros llorando, sin romper un plato. Un mensaje al mundo de cómo llevar de forma civilizada una rivalidad acérrima.
Que el derbi futbolístico madrileño sea un ejemplo de elegancia no implica que la ciudad no soporte también sus River-Boca, aunque se diriman con otro tipo de palpitaciones emocionales. La política, por poner un caso. Nada hay de extraño en que una capital que creció como corte de reyes sea un hervidero político. Lo que quizás ya resulte más singular es que casi cualquier cosa pueda convertirse en ella en un arma política: un alumbrado navideño, una mascarilla, la correa de un perro. Porque en Madrid conviven esa ciudad que celebra los derbis más pacíficos del planeta y la que puede tomarse las cabalgatas de Reyes como una suerte de choque de civilizaciones.
Para surtir de combustible a toda esa pasión, hace ya unos cuantos años que el forofismo ha emigrado del césped de los estadios a los micrófonos de las tertulias, a las columnas de los periódicos más chispeantes de filigranas y adjetivos o a los despachos donde se deciden las grandes estrategias de la política regional. Ahí sí que se disputa un derbi de alto voltaje, un genuino River-Boca a orillas del río de la Plata, con toda su carga de bravuconería y violencia verbal. Un derbi permanente, con una solera de décadas, en el que cada día, tras el primer conectar de los micrófonos al alba, se pone en marcha una nueva final de infarto de la Champions calentando el ambiente para intimidar al rival. La consigna es combatir sin desmayo, sin ahorrar una gota de sudor en la camiseta. Cada pequeño lance debe tomarse como una oportunidad para aplastar.
A eso muchos en Madrid le llaman política. Algunos hasta le llaman periodismo. El fútbol, por fortuna, es otra cosa.