La fábula de los canaperos

Parece mentira que hace cien años, es decir, allá por marzo, comprásemos provisiones porque se acercaba el apocalipsis alimentario

Un grupo de esquiadores en la estación de Squaw Valley, California, en 1961.Slim Aarons (GETTY)
Madrid -

Antes de la aparición del coronavirus merodeaba por las galerías de arte una especie animal que raramente compraba obra pero que iba a las inauguraciones en busca de la principal vianda que les mantenía vivos: el canapé. El coronavirus se ha llevado por delante los eventos y con ellos un eslabón de la cadena trófica capitalina esencial para los profesionales del sector creativo. Yo recuerdo que en la resaca de la crisis de 2009 tenían muy buena reputación los saraos de un escultor que ponía en la apertura de sus exposiciones un jamón buenísimo, porque encargaba el catering al Landó, donde toda...

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Antes de la aparición del coronavirus merodeaba por las galerías de arte una especie animal que raramente compraba obra pero que iba a las inauguraciones en busca de la principal vianda que les mantenía vivos: el canapé. El coronavirus se ha llevado por delante los eventos y con ellos un eslabón de la cadena trófica capitalina esencial para los profesionales del sector creativo. Yo recuerdo que en la resaca de la crisis de 2009 tenían muy buena reputación los saraos de un escultor que ponía en la apertura de sus exposiciones un jamón buenísimo, porque encargaba el catering al Landó, donde todavía cortan las lascas de ibérico con mimo de ebanista.

He de reconocer que algunos de los momentos culinarios más sublimes de mi vida se los debo a mi profesión. Los periodistas y profesionales de la comunicación hemos dominado muy bien desde siempre el arte del buen vivir sin tener excesivo parné. Piensen si no en el celebradísimo Julio Camba, quien residió toda su vida en el Palace, aunque muy pocas veces se cuente que la habitación que ocupaba era el cuarto de la plancha. ¿Qué más daría? A él le servía para entrar por el portalón, donde estaban los botones con chistera, y decir que estaba alojado allí, que al final es lo que le ha importado a cierta fauna de las grandes urbes durante mucho tiempo: decir, más que hacer; aparentar, más que tener; comer y sobre todo beber.

Parece mentira que hace cien años, es decir, allá por marzo, comprásemos provisiones porque se acercaba el apocalipsis cibal (en uno de tantos arrebatos temerosos yo un día bajé al mercado a por 10 kilos de lentejas) y ahora que se termina esta centuria llamada 2020 las alegres cuñas radiofónicas de las grandes cadenas de supermercados hagan ofertas de capones y percebes como si aquel pánico por el abastecimiento alimentario hubiese sido solo un mal sueño o una performance artística.

Las colas de los comedores sociales, que siguen ahí, se han convertido en tal cosa, de hecho. El artista Santiago Sierra grabó en mayo y junio las filas de miles de personas que acudían a por víveres ante la crisis del covid-19 y el mes pasado expuso el metraje en la galería Helga de Alvear. Cada copia se vendía por 30.000 euros. Hace 65 años, allá por abril, mientras cientos de enfermos se estancaban en las UCIS luchando con la muerte nosotros nos encerrábamos en nuestras cocinas a celebrar la vida. Amasar pan, hacer guisos, probar salsas, catar vinos, era nuestra forma de conjurar el virus. Ahora que las noches son más largas que el día, no nos quedamos en casa y los restaurantes de Madrid se llenan de glotones de esos que antes frecuentaban saraos. No es casualidad que a la gula se le llame pecado capital. La pregunta es cuánto tiempo podremos seguir pagando. La mala salud y el hambre, como el amor o el olor a podrido, no se pueden disimular.

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