Tsunami de bechamel en el Melo’s

El cierre de la mítica taberna de Lavapiés se lleva platos únicos

Mensaje de cariño de un cliente del Melo's tras su cierre.Antonio Nieto

En una librería del Lower East Side neoyorquino encontré un libro de gastronomía española titulado Grape, olive, pig. Deep travels through Spain’s culture (Roads & Kingdoms). Lo abrí por la mitad y allí aparecía el bar Melo’s, sito en el madrileño barrio de Lavapiés. Y eso no es todo, en el texto aparecía… ¡yo mismo diciendo cosas! Demonios, me gustó ver mi nombre en un libro hallado tan lejos de casa, en pleno Manhattan. También me extrañó, claro. Cerré el libro y comprobé que el autor era Matt Goulding. En efecto, un par de años antes yo había llevado a este avezado perio...

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En una librería del Lower East Side neoyorquino encontré un libro de gastronomía española titulado Grape, olive, pig. Deep travels through Spain’s culture (Roads & Kingdoms). Lo abrí por la mitad y allí aparecía el bar Melo’s, sito en el madrileño barrio de Lavapiés. Y eso no es todo, en el texto aparecía… ¡yo mismo diciendo cosas! Demonios, me gustó ver mi nombre en un libro hallado tan lejos de casa, en pleno Manhattan. También me extrañó, claro. Cerré el libro y comprobé que el autor era Matt Goulding. En efecto, un par de años antes yo había llevado a este avezado periodista al Café Bar Melo’s a probar las legendarias zapatillas y otras de sus maravillas.

El Melo’s no era un sitio demasiado bonito, puramente funcional, espartano, con paredes blancas, cubiertos con mango de plástico, luz de estadio y barra metálica. Lo prodigioso era el ajetreo de sus planchas y freidoras, los tesoros que allí se producían. El plato estrella era la zapatilla, un sándwich gigante traído del país de la fantasía: dos gruesas rebanadas de pan gallego repletas de lacón y un queso de tetilla que se fundía en las 10 dimensiones del espaciotiempo, como las supercuerdas de la Física. Con una zapatilla y unas cañitas cenaban dos, o incluso cuatro.

No le iban a la zaga las croquetas: la primera vez que abrí una apareció un tsunami de bechamel en el que naufragaban trozos de lacón. Si alguna vez he estado cerca de comprender que es el amor, fue comiéndome aquella primera croqueta. Luego había empanadillas, pimientos del padrón, queso y membrillo, etc, todo muy cósmico. Un panel luminoso en la pared mostraba la escueta oferta: cuando tienes cosas ricas no hace falta tener muchas, ni ponerles nombres raros.

El Melo’s se petaba, era un bar imposible para la pandemia: se compartía el espacio, el aire, los anhelos, casi los cuerpos, la gente intentaba ocupar cada resquicio de la barra, de la sala del fondo, de los poyetes de las paredes para deglutir aquellas cosas ricas a la par que salvajes. José Ramón, un tipo circunspecto tras la barra, era famoso por su prodigiosa memoria: sin tomar nota se acordaba de la comanda de cada grupo de clientes. Pero el Melo’s no cierra por la pandemia, sino por otra enfermedad: el cáncer del tabernero.

El Melo’s es el enésimo bar tradicional que cierra en el centro de Madrid. En este caso la pérdida es doble: los platos que allí servían no existen en ningún otro lugar (de hecho, con ellos se podría haber abierto una franquicia de gran éxito global). Las brutales zapatillas se han ido para siempre, a no ser que alguien coja el traspaso del negocio y las siga haciendo, en vez de montar un clónico bar hipster-paleto con pared de ladrillo visto y gran variedad de cocktails.

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