Odio la nueva normalidad
Nos citamos cuando podemos a la intemperie, a cuarenta grados en verano, con el viento otoñal que nos despeina y… veremos cómo nos apañamos o, más bien si nos apañamos en invierno
Llevo sin ir a casa de mis padres desde el inicio del confinamiento; tampoco ellos han venido a la mía y eso que no vivimos en provincias diferentes, ni siquiera en puntos alejados de la localidad. El problema no es la distancia sino que que por mi trabajo como reportera, que lleva en el pack coger aviones y trenes o interactuar con decenas de personas cada semana, temo ser un agente de contagio para ellos. Así que ahora siempre quedamos en la calle y poco tiempo.
Dado que a partir de una edad las rutinas suelen volverse sagradas, mi padre empieza a cantar la hora y a darse golpecitos e...
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Llevo sin ir a casa de mis padres desde el inicio del confinamiento; tampoco ellos han venido a la mía y eso que no vivimos en provincias diferentes, ni siquiera en puntos alejados de la localidad. El problema no es la distancia sino que que por mi trabajo como reportera, que lleva en el pack coger aviones y trenes o interactuar con decenas de personas cada semana, temo ser un agente de contagio para ellos. Así que ahora siempre quedamos en la calle y poco tiempo.
Dado que a partir de una edad las rutinas suelen volverse sagradas, mi padre empieza a cantar la hora y a darse golpecitos en el reloj un minuto después de llegar y va in crescendo a medida que se va acercando la hora de comer:
- Dos menos diez.
- Dos menos cinco.
- Ya son las dos…
Es su modo de enfatizar su disgusto por la posibilidad de retrasar cinco minutos el almuerzo.
Ellos se acomodan en el banco, previa pulverización de un spray desinfectante que les regalé para usarlo en el mango de la puerta del portal, en los botones del ascensor o en los de “peatón pulse” de los semáforos. Yo me siento enfrente, en el suelo, al metro y medio reglamentario, a veces más. Lo hacemos así para poder mirarnos a los ojos, que es lo único que podemos ver de nuestros rostros.
Es en ese momento cuando comienza el ritual semanal al que jamás fallamos: la entrega de tuppers. Ellos cocinan cosas ricas y las ponen dentro. Mi parte es más sencilla, simplemente los devuelvo vacíos. No obstante, mi labor también reviste importancia ya que cualquiera sabe que entregarlos limpios, sanos y salvos es condición sine qua non para que la armonía familiar se mantenga.
En realidad, antes de la pandemia hacíamos lo mismo, solo que a cubierto. Tratamos de que todo sea como en el pasado, de verdad que lo intentamos. Nos citamos cuando podemos a la intemperie, a cuarenta grados en verano, con el viento otoñal que nos despeina y… veremos cómo nos apañamos o, más bien si nos apañamos en invierno. Pinta que no, no vaya a ser que se me pongan malos.
Sin embargo hay un elemento que sí ha cambiado sustancialmente en esta época aciaga y es que a mi padre le cuesta mucho seguir las conversaciones debido a que ha perdido audición y con la mascarilla no puede leerme los labios. Supongo que se contenta con comprobar que estoy sana y con la traducción simultánea que le hace mi madre.
Y yo, desde mi posición, les observo y admiro cómo aguantan, estoicos, alegres por verme, aunque solo sea un rato. Sin pretenderlo, convierten cada encuentro en un rayo de sol o en un pedacito de sombra, según la estación.
Es tal la precaución que me gasto que ni nos damos abrazos. Lo cierto es que en mi familia no somos de arrumacos, pero sustituíamos esas formas de mostrar cariño por palmaditas largas en el hombro, choques de codos cómplices o pellizcos en la barriga o el muslo. Ahora nada, claro. Hemos dejado de despedirnos con un “adiós” para decirnos “ya queda menos”. La nueva normalidad es una mierda.