Jugar a recrear experiencias

Formo parte de esa generación de nostálgicos de veintitantos que encuentra placer performando actividades que con el paso del tiempo no perduraron

Videoclub Ficciones, en Madrid, en una imagen de archivo.

Qué demonios hacemos alquilando vídeos en un videoclub cuando lo podemos ver online? Además de querer apoyar el comercio local, formo parte de esa generación de nostálgicos de veintitantos que encuentra placer performando actividades que con el paso del tiempo no perduraron. Me recuerdan tiempos turbulentos de cuando era adolescente y me refugiaba entre montañas de dvds de películas de terror japonesas alquiladas en el videoclub cerca de casa, viendo 964 Pinocchio, cinta de terror cyberpunk que contiene una de las escenas de vómito más largas que he visto jamás o Chakushin Ari, una de las prim...

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Qué demonios hacemos alquilando vídeos en un videoclub cuando lo podemos ver online? Además de querer apoyar el comercio local, formo parte de esa generación de nostálgicos de veintitantos que encuentra placer performando actividades que con el paso del tiempo no perduraron. Me recuerdan tiempos turbulentos de cuando era adolescente y me refugiaba entre montañas de dvds de películas de terror japonesas alquiladas en el videoclub cerca de casa, viendo 964 Pinocchio, cinta de terror cyberpunk que contiene una de las escenas de vómito más largas que he visto jamás o Chakushin Ari, una de las primeras películas japonesas que recuerdo haber visto en cartelera en salas de cine ‘convencionales’ en Madrid, además de La Princesa Mononoke. Escenas nostálgicas que no quieres revivir pero sí recrear.

Esto me recuerda a lo que ocurrió hace unos tres meses, en el aeropuerto de Songshan, en Taipei, como respuesta a las ansias de muchos de querer viajar durante el verano: 7.000 personas solicitaron participar en un vuelo falso con el objetivo de pretender abordar un avión que nunca volaría. Fueron elegidas 60 y les asignaron un itinerario falso para que pudieran performar los rituales y los protocolos que harían antes de volar, como el check in, pasar por el control de seguridad y pasaportes, ir de compras en el duty free, y subirse al avión para escuchar los protocolos de prevención para luego, acto seguido, volver de regreso a sus casas. No sé qué me parece más icónico, si el hecho de que haya personas que encuentren placer en performar la parte más aburrida del proceso de viajar —para mí igual de insatisfactorio que exprimir un vaso de zumo de naranja para beberlo de un trago— o que existan tales espacios de ocio. Esto está de más, viniendo de alguien que durante las últimas semanas se ha encontrado en una relación de amor y odio con La Isla de las Tentaciones, un thriller donde en cada capítulo, al estilo de Freaky friday, me imagino lo que sería de mí si intercambiase mi cuerpo con un hombre cis heterosexual blanco que invierte en el amor como uno invierte en bitcoins, sufriéndolo en directo, de hoguera a hoguera, con un VPN que funciona a ratos, acabando cada capítulo a las siete de la mañana.

Como alguien que trabaja desde casa durante época de entregas, me he encontrado en un punto en el que realmente no hay motivo para salir. Más aún cuando en tu calle hay más tiendas de conveniencia que peatones. Además, las reuniones y quedadas con amigxs a distancia las haces a través de redes sociales y hay abundancia de eventos virtuales —como el del colectivo Don’t Hit A La Negrx, que organiza un festival virtual mañana y pasado vía Youtube y Twitch desde las 19.00—, encontrándome en situaciones donde ando 45 minutos para ir a un supermercado para comprar los mismos objetos que podría comprar en la tienda de al lado, o recreando escenas nostálgicas para recordar tiempos mejores.


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