Se ruega confirmación
Pedí que la cena no fuera en interior. La pausa del WhatsApp se convirtió en silencio
El pasado miércoles una de mis mejores amigas me mandó un WhatsApp en el que decía: “Oye, que mañana cenamos, ¿eh? Dime que sí. Somos Pepito, Fulanito, Zutanita, Tú y Yo. Mañana cenamos, ¿vale?”. Qué alegrón me dio recibir ese WhatsApp. Dentro de los límites que nos van imponiendo hay que sacar el máximo partido a cada oportunidad de tener debates acalorados y reír unas carcajadas. Le dije que por supuesto y, después, hice una fastidiosa puntualización: “Pero no vamos a estar en interior, ¿verdad? Es muy contagioso”. Se hizo una de esas pausas dramáticas de WhatsApp tan difíciles de calibrar...
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El pasado miércoles una de mis mejores amigas me mandó un WhatsApp en el que decía: “Oye, que mañana cenamos, ¿eh? Dime que sí. Somos Pepito, Fulanito, Zutanita, Tú y Yo. Mañana cenamos, ¿vale?”. Qué alegrón me dio recibir ese WhatsApp. Dentro de los límites que nos van imponiendo hay que sacar el máximo partido a cada oportunidad de tener debates acalorados y reír unas carcajadas. Le dije que por supuesto y, después, hice una fastidiosa puntualización: “Pero no vamos a estar en interior, ¿verdad? Es muy contagioso”. Se hizo una de esas pausas dramáticas de WhatsApp tan difíciles de calibrar. Pero aquella pausa después de dos horas sin respuesta era ya oficialmente un silencio y lo siguiente que supe era que Menganito (quien inicialmente no había sido convocado) no tenía inconveniente con los interiores y que la cena, efectivamente, se celebraría sin mí.
Estuve a punto de protestar pero después pensé que no tenía derecho. Me acordé de que la semana anterior yo me había inventado una excusa para no pasar la tarde con el hijo de otra amiga que tenía “moquitos” y que 10 días antes les habíamos ocultado a dos de nuestros íntimos una reunión lúdica en una terraza en algún punto de Madrid porque el aforo máximo permitido ya se había rebasado. Arbitrariedades que podrían ofender. Pienso mucho últimamente en un texto de 2018 en el que Anne Applebaum, ex corresponsal de The Economist e historiadora estadounidense especializada en Europa del Este y Unión soviética, rememoraba con nostalgia una fiesta de fin de año de 1999 en su casa solariega de Chobielin, al Noroeste de Polonia. Ella y su esposo, entonces segundo ministro de exteriores del Gobierno polaco, eran los anfitriones.
A la celebración acudieron periodistas de Londres y Berlín, algunos diplomáticos que vivían en Varsovia, dos compañeros llegados desde Nueva York pero sobre todo un montón de amigos, todos con diferentes ideas políticas. “Duró toda la noche, siguió en el brunch y estaba impregnada del optimismo que recuerdo de esa época […] En ese momento, cuando Polonia estaba a punto de unirse a Occidente, parecía que estábamos en el mismo equipo. Estábamos de acuerdo con respecto a la democracia, con respecto al camino a la prosperidad, con respecto a cómo iban las cosas. Casi dos decenios más tarde, cruzo la calle para evitar a algunas de las personas que estaban en esa fiesta de Nochevieja. Ellos, a su vez, no solo se negarían a entrar en mi casa: les daría vergüenza admitir que alguna vez han estado allí. De hecho, más o menos la mitad de la gente que estaba en esa fiesta ya no se habla con la otra mitad. Los distanciamientos son políticos, no personales”.
No sé si este año seremos capaces de salvar la Navidad, como desea el vicepresidente de la Comunidad, ni cuántas personas nos podremos juntar en Nochevieja. Pero ojalá que en 2021 el único motivo de cisma con nuestros amigos siga siendo quién se apunta a una cena.