El ‘milagro’ de la abuela Nina: supera el coronavirus en solo siete días y a los 99 años

La extremeña Florentina Martín no sabe lo que es la pandemia. Se contagió durante un paseo en el municipio madrileño de Pinto junto a su cuidadora hace 10 días

Madrid -
La abuela Florentina, junto a su perrita 'Luna' en 2014.album familiar

Florentina Martín tiene un aire a Chavela Vargas. Pelo blanco corto, liso, con una mueca de sonrisa eterna, unas arrugas por todo el cuerpo ―ya muy entumecidas― y una voz agrietada por el paso del tiempo. Florentina, conocida en la familia como la abuela Nina, es actualmente campeona mundial del parchís y de dominó en su casa. Poca broma. Pero no sabe lo que es el coronavirus. Por si acaso, acaba de pasarlo en siete días y a los 99 años. ¡Un tiempo récord! Su nieta Noelia, de 46, está contentísima. Dice que tiene una dama de hierro en la familia. Hace tres semanas que no se ven. Hablan ...

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Florentina Martín tiene un aire a Chavela Vargas. Pelo blanco corto, liso, con una mueca de sonrisa eterna, unas arrugas por todo el cuerpo ―ya muy entumecidas― y una voz agrietada por el paso del tiempo. Florentina, conocida en la familia como la abuela Nina, es actualmente campeona mundial del parchís y de dominó en su casa. Poca broma. Pero no sabe lo que es el coronavirus. Por si acaso, acaba de pasarlo en siete días y a los 99 años. ¡Un tiempo récord! Su nieta Noelia, de 46, está contentísima. Dice que tiene una dama de hierro en la familia. Hace tres semanas que no se ven. Hablan todos los días por teléfono a las nueve de la noche. Esté donde esté y esté con quien esté. Nina espera impaciente sentada en el sofá la puesta al día de su nieta favorita. Ella dice que el bicho apareció por el cuerpo de su abuela hace algo más de una semana, cuando recibió una llamada de Olga, la cuidadora nicaragüense que vive con ella desde hace siete años en el municipio madrileño de Pinto:

— Noelia, no tiene fuerzas. No puede coger ni la cuchara.

Ataron cabos. ¿Qué había pasado? Llevaba dos días con dolores en el cuerpo. No se tenía en pie. La familia se preparó para lo peor. El termómetro, mientras tanto, no se disparaba. Pero algo tenía. La abuela Nina no era la abuela Nina. No hablaba mucho. Hay silencios camuflados entre la vejez que son realmente gritos. Sin fiebre, se presentaron en el centro de salud. Allí le hicieron la prueba del bicho abstracto y, mientras llegaban los resultados, le dijeron que se tomara diariamente tres pastillas machacadas de paracetamol por si acaso. Los nietos atisbaban a lo lejos la última despedida. Superar el coronavirus con 99 años era poco menos que un milagro. Pero aquí sigue, intacta. No hay doblez para una extremeña titánica que está llamando a la puerta de las mujeres centenarias.

La enfermedad no ha sido más que otra pequeña grieta. Su vida es como una roca de mármol. Nació en Garrovillas de Alconétar, un diminuto pueblo de Cáceres que tiene una de las doce plazas más grandes de España. Sufrió una infancia dificilísima en mitad de una guerra de vecinos contra vecinos. “Los soldados rapaban la cabeza a las mujeres”, escuchó su nieta una vez de su boca. La memoria bélica es imborrable. Su nieta también cuenta que su abuela es la mayor de cuatro hermanas. Que dos de ellas eran mellizas. Que una murió a los siete años. “Me dijo que tenía el corazón más grande que la caja”. Que ahora solo vive Gregoria, que tiene 97 y reside en Barcelona. Que las dos hablan por teléfono todos los sábados al mediodía. Que Nina es consciente de que ya no pueden verse. Que hay días que llora, que se pone muy triste, que se lamenta de vivir tan lejos y a la vez tan cerca. Que la última vez que se vieron las dos fue hace más siete años cuando se montó en el AVE con ella y estaba más contenta que unas castañuelas.

Nina haciendo sopas de letras, una de sus actividades favoritas.album familiar

Cuando Nina se subía en los trenes no había viajero que no se enterara de que de joven ella no pagaba ni una peseta. Era la señora de los ferrocarriles. Una noche de los años cuarenta se presentó una orquesta en el pueblo. Conoció entonces al joven Florencio durante un baile que, dicho sea, apenas movía las piernas. Era un mecánico de Renfe. Siempre tenían descuento para cruzar España de punta a punta.

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En Garrovillas vivieron hasta los años cincuenta. Después, la vida les plantó en Pinto, como a miles de extremeños que huyeron de la tierra ante el acecho imparable de la hambruna. Tuvieron dos hijos. Pedro y Fernando. Fernando murió a los cuatro años mientras jugaba con su hermano mayor en las vías del tren a las afueras de Pinto. Fue una mañana de 1958. Cayó de espaldas. Se dio un golpe fortísimo en la cabeza. Su hermanó llamó a su padre a voces y este fue corriendo sin aliento con el niño en brazos hasta el centro de salud más cercano. No tenían coche. No llegó a tiempo. La familia cree que murió en el acto. La abuela Nina cuenta que se le fue la regla para siempre de aquel tremendo disgusto. Ella tenía 37 años. Solo existe una foto de él. Aún la conserva como oro en paño.

Años después, su otro hijo le llevó la alegría al salón casa. Entre los años setenta y ochenta nacieron sus tres nietos. Noelia, Jonathan y Rubén. Cuando nació Jonathan se enfadó muchísimo porque no le pusieron Pedro, como el hijo que perdió. Ella, para fastidiar a su hijo, le llamaba de todas las maneras posibles. La abuela Nina tiene carácter. También, dicen sus nietos, no es muy buena entre sartenes. No le salían bien ni las patatas fritas. Con el ganchillo y haciendo punto, eso sí, era mejor que una máquina. Hacía jerséis, camisas, pantalones y sudaderas hasta que la vista se le nubló hace bien poco. Tenían un Zara en casa y no se habían dado cuenta.

En la primavera de 1981, estuvo a punto de perder la vida. Se puso malísima. Fue una de las 25.000 afectadas en España por el aceite tóxico de colza. Su nieta recuerda que le daba miedo entrar en la habitación por si había muerto. Con la indemnización que le dio el Estado, les compró una casa en la playa a su hijo y sus nietos. Diez años después, en 1991, su marido murió de cáncer. Duró tres meses. En 2002, falleció su otro hijo, también de cáncer. A Nina no le dijeron de qué. “Pero una madre que pierde a sus hijos en vida lo sabe todo”, dice su nieta.

Ahora su única alegría son sus tres nietos y sus bisnietos; en especial, Pedrito, de cuatro años. Mata el tiempo redondeando cientos de sopas de letras en su casa de Pinto, junto a su cuidadora Olga y su perrita Luna, un caniche que vive entre sus brazos porque apenas camina tras superar la barrera de los 15 años. El coronavirus le ha durado siete días. Olga dice que ha sido un milagro. Que perdió el gusto y ni lo dijo. En el confinamiento de marzo, abril y mayo sospechó que sus nietos la habían abandonado. Su cabeza ya tiene achaques. La memoria reciente le falla. Y se lo explicaron. Olga cree que la abuela Nina se contagió en alguno de sus paseos vespertinos. “Florentina sabe que ha estado mala, pero no sabe por qué”, cuenta al otro lado del teléfono. Un minuto después, activa el altavoz:

— ¿Cómo se encuentra, Nina?

— ¿Yooo? Pues muy bien, la verdad.

Y tanto.

Nina, junto a su bisnieto Lucas, en una partida de parchís.album familiar

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