Se llamaba Antonio, era un tipo alto, flaco, seriote, tenía cara de pocos amigos y yo , a mis seis años, le veía muy mayor, claro que a esa edad, todo el mundo te parece anciano, hasta los de treinta. Así era el conserje de mi colegio, el que, entre otras cosas, se encargaba de abrir y cerrar las puertas del centro, la del gimnasio, o la del salón de usos múltiples en donde ensayábamos las obras de teatro, era el que llevaba a cabo labores de mantenimiento, el que llamaba a nuestras madres si nos poníamos malas, el que tocaba la campana, el que nos salvaba con ella o el que acababa con los gra...
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Se llamaba Antonio, era un tipo alto, flaco, seriote, tenía cara de pocos amigos y yo , a mis seis años, le veía muy mayor, claro que a esa edad, todo el mundo te parece anciano, hasta los de treinta. Así era el conserje de mi colegio, el que, entre otras cosas, se encargaba de abrir y cerrar las puertas del centro, la del gimnasio, o la del salón de usos múltiples en donde ensayábamos las obras de teatro, era el que llevaba a cabo labores de mantenimiento, el que llamaba a nuestras madres si nos poníamos malas, el que tocaba la campana, el que nos salvaba con ella o el que acababa con los grandes momentos que a veces se daban en el recreo.
Estaba un poco en todos lados, pero él procuraba ser invisible, puesto que entendía que la discreción y no hacer hacer ruido eran condiciones sine qua non de su trabajo.
Antonio vivía en la escuela, por aquel entonces era algo común, no sé si ahora también. Tenía su residencia dentro del edificio, al fondo del pasillo de la planta baja, justo al lado de la sala de profesores. La puerta de su hogar estaba plagada de plantas bien cuidadas. Supongo que era la forma de evidenciar que lo suyo era una casa dentro de aquella construcción gigante llena de estancias, a lo palacio de Buckingham, solo que, en este caso, sin lujo alguno. Solo había pupitres, pizarras y tizas usadas.
Como mi padre era maestro y tenía que ir una hora antes de que comenzaran las clases para prepararlas y reunirse con el resto del equipo docente, yo siempre llegaba pronto y me quedaba al cuidado de Antonio, ese tipo poco locuaz que, sin embargo, conmigo charlaba animado. Me contaba un montón de cosas, que por supuesto no recuerdo, mientras yo le escuchaba o le daba réplica. Él de pie, mirando al frente, y yo sentada en el banco que había dentro, justo en la entrada, para estar a resguardo y aprovechar la calefacción en los feroces inviernos mesetarios de hace más de tres décadas.
Luego, las cosas cambiaron porque Verónica y Carlos, dos chavales de mi clase, empezaron a ir antes también para acompañarme y de paso poder echar unas pachanguitas de fútbol. Jugando era más mala que un dolor, pero era una excusa para mover el cuerpo y comenzar bien despierta la lección que me tocase. Cuando asumí que lo mío no era el deporte, me salvaron Sara, otra compañera, y su madre, Milagros, que me animaban a que fuera a su casa, pegadita al cole, para ver los dibujos animados y desayunar (otra vez).
A todos les agradezco esas horas perdidas que pasaron a ser ganadas.
La verdad es que me apena no haber mantenido el contacto desde que acabé octavo (actualmente, segundo de ESO) y me fui al instituto. Al insti, a creerme mayor y mirar por encima del hombro a quienes todavía iban al colegio. El edificio donde cursé EGB, directamente, lo tiraron por aquello del envejecimiento poblacional y la falta de alumnado para llenar las aulas, así que nunca volví a ver al conserje ni tuve oportunidad de ir a visitarle a una escuela que ya ni existía.
Ojalá, me lea. Ojalá, esté bien. Ojalá, esté.