Un año sin horizonte
La Feria del Libro de Madrid es para mí ese evento sobre el que gira el primer semestre del año
Está siendo un año extraño. Alejados de todo lo que damos por hecho, hemos descubierto que la rutina era también un sueño, un anhelo que nos ubica en la maraña de los días que se suceden sin parar.
Cuando llega un mes lleno de trabajo, trato de visualizar el calendario por días en vez de por semanas. Así, la mente se centra en las tareas de forma individual y no se agobia por lo que todavía no viene. Algo así me sucede, a nivel anual, con los eventos importantes. Mi vida se articula en torno a una fecha especial y todo lo que ocurre a su alrededor pasa mejor, como la pastilla que se col...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Está siendo un año extraño. Alejados de todo lo que damos por hecho, hemos descubierto que la rutina era también un sueño, un anhelo que nos ubica en la maraña de los días que se suceden sin parar.
Cuando llega un mes lleno de trabajo, trato de visualizar el calendario por días en vez de por semanas. Así, la mente se centra en las tareas de forma individual y no se agobia por lo que todavía no viene. Algo así me sucede, a nivel anual, con los eventos importantes. Mi vida se articula en torno a una fecha especial y todo lo que ocurre a su alrededor pasa mejor, como la pastilla que se coloca al final de la garganta y claudica con un breve sorbo de agua.
Para mí, la Feria del Libro de Madrid es ese evento sobre el que gira el primer semestre del año. Las editoriales trabajan sus novedades en base a la campaña de Navidad, el Día del Libro y Sant Jordi y la Feria del Libro de Madrid. Son los grandes acontecimientos que impulsan a los libros como pequeñas bengalas, colocándolos en las cabeceras de los noticieros, en los escaparates de las tiendas, en las manos de los lectores. Y a nosotros tras ellos, dejando nuestra impronta en las páginas que no se leen pero se guardan, recibiendo la emoción del espectador, en esos breves ratos en los que la palabra «gracias» se duplica y se abraza en direcciones contrarias.
Nos hemos quedado sin Feria este año, a pesar de los esfuerzos. Y sin Sant Jordi. Mi padre me regaló en agosto el libro que me debía, por costumbre, desde el 23 de abril, pero él y yo sabemos que no es lo mismo. Nadie sabe lo que pasará en Navidad: quizá podamos brindar protegidos o puede que los regalos ya no lleven huella dactilar. Yo terminé mi nuevo libro hace unos meses. Llegó a casa unos días antes del Estado de Alarma. Pudimos pausar su publicación. Y ahora duerme en el despacho en un puñado de cajas que ocupan lo mismo que las dudas. Algunos compañeros deciden publicar, valientes, porque la literatura no puede parar y estamos faltos de historias que nos saquen de la misma palabra repetitiva, así que me acerco a la librería y me hago con las novedades porque la falta de eventos convierte esto en un acto necesario. Otros alargamos el tiempo, lo estiramos como un chicle confiados para ver si, de alguna manera, conseguimos salir de esta y recuperar el encuentro con el lector. Porque para mí se ha convertido en imprescindible: escribir un libro es un acto individual, pero para publicarlo necesito que alguien lo sostenga.
Me resigno. Quiero ir al Retiro, firmar mis libros, hacer cola para mis favoritos, abrazar a mis lectores, agradecer a los libreros, pasar las horas esperando ese pequeño milagro que significa que alguien escoja tu libro entre todos. Lo sé, sé que pensar en ello es poco productivo, pero cómo duele este año sin horizonte. Madrid me mata.