‘Rock or die’: las más de 14.000 noches de la sala El Sol
Antes de la pandemia, en El Sol, como en tantas salas de conciertos, bares y lugares de la noche madrileña solo importaba el presente
Seguro que fue una nadería mal escrita en mitad de una noche de altos decibelios, alboroto y fiesta, pero hoy parece un recordatorio de cómo están de chungas las cosas: “Rock or die”. Está escrito con trazo rápido y descuidado, como si el futuro no importase, mucho menos el pasado, porque entonces en El Sol, como en tantas salas de conciertos, bares y lugares de la noche madrileña solo importaba el presente. Sigue importando, claro, incluso se puede afirmar que más que antes, pero el presente ha cambiado tanto que da miedo. “Rock or die”. Traducido literalmente: muévete o muere....
Seguro que fue una nadería mal escrita en mitad de una noche de altos decibelios, alboroto y fiesta, pero hoy parece un recordatorio de cómo están de chungas las cosas: “Rock or die”. Está escrito con trazo rápido y descuidado, como si el futuro no importase, mucho menos el pasado, porque entonces en El Sol, como en tantas salas de conciertos, bares y lugares de la noche madrileña solo importaba el presente. Sigue importando, claro, incluso se puede afirmar que más que antes, pero el presente ha cambiado tanto que da miedo. “Rock or die”. Traducido literalmente: muévete o muere.
Con la gracia canalla de esos camerinos repletos de pintadas y pegatinas, imitando al mítico CBGB’s de Nueva York, donde descansa la consigna que se ve nada más entrar en ellos, la traducción sería: rockea o muere. Da igual. Lo que sea que te haga sentir vivo o muere.
“Si estos camerinos hablasen…”, dice Mar Rojo, programadora de la sala, dejando a la imaginación jugar libre para terminar la frase. Cuando han hablado, ha ardido Madrid, y menos mal. Porque Madrid, Madriz, Madrit, Madrí, como quiera que lo pronuncien los muchos que vienen de fuera, o Mayrit, el vocablo musulmán original de la única capital europea erigida por los árabes, siempre ha sido energía en ebullición, pese a que su nombre haga referencia a “fuentes de agua”.
Se hace rarísimo escuchar el arrullo de las máquinas de hielos en la sala. “Las encendemos hoy para que no dejen de funcionar. Tantos meses apagadas se pueden estropear”, explican
El agua de Madrid, aunque los madrileños afirmemos con tontorrón orgullo castizo que es “la mejor agua de España” llevados por nuestro complejo de no tener playa, es durante la noche un elemento decorativo/figurativo —como el río Manzanares que ni es río ni ná—, y solo útil para el día después, ese día que en El Sol no cuenta, al que nadie atiende cuando en sus más de 14.000 noches ofreciendo conciertos desde 1979, el primero de ellos de Nacha Pop y el último de Los Vinagres el pasado 7 de marzo, está todo el mundo entregado a la música, incluida también la de las subculturas y vanguardias con sus madrugadas interminables de house, dance, reguetón y trap.
Mar Rojo desciende las escaleras que llevan a los camerinos, escondidos en un sótano bajo el escenario y formados por dos habitaciones, un baño y ahora, en esta época D. C. (después del coronavirus), silencio, mucho silencio. Tanto que atruena más que las guitarras eléctricas que conquistaban cada noche el escenario. Se hace rarísimo escuchar el arrullo de las máquinas de hielos en la sala. “Las encendemos hoy para que no dejen de funcionar. Tantos meses apagadas se pueden estropear”, explica Juanjo Bernardo, programador de las noches temáticas de El Sol y de la sala Siroco, otro epicentro nocturno de la ciudad. Ese sonido monótono, primo hermano del que debe reinar en las cámaras de refrigeración de cadáveres de un hospital, ha sustituido al ruido del gentío, de las barras con abrazos de viernes a la salida de la oficina y con besos furtivos de sábado, del añorado frenesí. El frenesí de Madrid en tiempos de A. C. “El intangible”, afirma Mar en varias ocasiones.
Madrid empieza a sumar caídas emblemáticas de escenarios de música. La última esta misma semana: Marula Café, club de baile con los oídos bien abiertos
El intangible que ahora está más herido de muerte que nunca por la pandemia y las restricciones de las autoridades (Gobierno de España, Comunidad de Madrid y Ayuntamiento). “Es mucho peor que en la crisis económica del 2008 o la subida del IVA del 11% al 21%”, explica Juanjo.
Como un dominó siniestro, Madrid empieza a sumar caídas emblemáticas de escenarios de música. La última esta misma semana: Marula Café, club de baile con los oídos bien abiertos. Y los que resisten siguen cerrados. La ley no les deja abrir mientras trabajan “a ciegas”, dice Mar, aplazando todo una y otra vez sin una hoja de ruta, “sin información clara y concisa” de las administraciones para el futuro. “No entienden la cultura de la música en directo. No saben cómo es el tejido de las salas. Hay abandono”, cuenta José Luis Carnes, quien lleva una década como promotor de The Mad Note. Ha aplazado varios conciertos y tres veces la actuación de Tami Neilson en este año y confiesa, ataviado con su característica gorra, que promotores estadounidenses ya están programando solo con vistas al 2022. Vértigo. “Y mucho miedo”, sentencia.
Ante la “situación dramática”, ha nacido el movimiento Alerta Roja, impulsado por el sector de Eventos y Espectáculos en toda España, que el 17 de septiembre hará una movilización para “dar visibilidad” de este principio de apocalipsis cultural. “Lo peor que ha traído la pandemia ha sido demostrar la fragilidad estructural del sector”, cuenta su portavoz Ana Alonso.
La ‘Gran Manzana’
Al subir la escalinata curva legendaria de El Sol, el arrullo de las máquinas de hielo desaparece. Vuelve el sonido de las calles de Madrid, menos apremiante de lo normal, como anestesiado. Al caminar, si uno se para a pensarlo, la escultura de El Oso y el Madroño se ha ido trasladando con los años a distintas calles, pero El Sol siempre estuvo ahí, en Jardines 3, junto a una calle Montera ahora sin prostitutas ni turistas.
El Sol está en lo que Marcela San Martín, célebre programadora de la sala durante una década, llama “la Gran Manzana”, ese entramado de salas y bares en pleno centro donde músicos, promotores y público se movían como peces en mar abierto, divirtiéndose, viendo conciertos y compartiendo música y existencias. El Sol, “el lugar donde pasan cosas”, en palabras de Mar, en mitad del océano nocturno que llevaba también al Ibérico -antiguo escondite de cañas y tercios de muchos músicos de la ciudad y también conocido como El Agustín-, el Templo del Gato —hasta que cerró—, Costello, La Boite y Wurlitzer.
Antes de despedirse, Mar comparte una frase del músico experimental Giuseppe Chiari: “La esencia de la música no está en la armonía, sino en las ganas de tocar”. Y, como un fogonazo, regresa a la mente esa pintada, doliendo tanto como un puñetazo que dan a una víctima maniatada: “Rock or die”.