El fin del misterio

La última ilusión al volver de las vacaciones era esperar el revelado de los carretes. También comprábamos discos conociendo solo tres canciones de la radio. Nos la jugábamos

Buzón de Correos en el barrio de Sanchinarro en Madrid.EFE

Se habrán dado cuenta: hemos perdido toneladas de misterio. Lo sacrificamos por la inmediatez, pero a saber si fue un precio justo.

Vaya por delante que sin Iphone ni Zoom me habría vuelto loca durante el confinamiento –esas amistades recuperadas de la EGB, esos ex retomando la mesa de diálogo–, pero ¿se imaginan que esto nos hubiera pasado sin smartphones? Si fuera más difícil comunicarse, probablemente lo haríamos mejor, nos esforzaríamos más. Cada día bajaríamos las escaleras hasta el buzón con la ilusión de la mañana de Reyes, sin saber qué nos íbamos a encontrar. Escribiríam...

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Se habrán dado cuenta: hemos perdido toneladas de misterio. Lo sacrificamos por la inmediatez, pero a saber si fue un precio justo.

Vaya por delante que sin Iphone ni Zoom me habría vuelto loca durante el confinamiento –esas amistades recuperadas de la EGB, esos ex retomando la mesa de diálogo–, pero ¿se imaginan que esto nos hubiera pasado sin smartphones? Si fuera más difícil comunicarse, probablemente lo haríamos mejor, nos esforzaríamos más. Cada día bajaríamos las escaleras hasta el buzón con la ilusión de la mañana de Reyes, sin saber qué nos íbamos a encontrar. Escribiríamos y recibiríamos cartas, que guardaríamos para las siguientes generaciones en cajas de zapatos o de galletas. A las ocho de la tarde, aplaudiríamos –además de a los médicos y a los cajeros del supermercado- a los carteros, héroes esenciales en el Boletín Oficial del Estado. Arrasaríamos con las existencias de sellos como hicimos con las de papel higiénico, y frente a los buzones amarillos se organizarían largas colas, con los remitentes colocados en fila, como un ejército de buenas intenciones listo para pasar revista.

No es lo mismo mandar un whatsapp que escribir una carta. Lo primero es casi un acto reflejo, como bostezar cuando alguien bosteza. Lo segundo es una ceremonia. Hay que dedicarle tiempo, que es la primera forma de demostrar afecto. Se escogen las palabras, se cuida la ortografía y la puntuación. Se escriben a mano –¡a mano!– y son mucho más proclives a albergar sorpresas, secretos o grandes confesiones que un mensaje de móvil, sobre todo en el lenguaje jeroglífico en el que mensajeamos –mucho ojo con los emoticonos, que los carga el diablo–.

Delante de un folio en blanco puede pasar cualquier cosa.

El misterio del sobre cerrado –¿por qué, si no, ponen un redoble de tambor cuando se abren en público?– se ha perdido, pero no es el único. Antes, cuando regresábamos de las vacaciones, teníamos que volver a ponernos zapatos y la perspectiva de los madrugones nos comía un poco por dentro, la única ilusión, la última, era entregar los carretes de fotos –¡carretes!– y esperar el revelado. Ahora casi todo se puede arreglar con un filtro valencia, pero entonces te la jugabas. También comprábamos discos conociendo, como mucho, solo tres singles que ponían en la radio. Era un juego arriesgado, como la Bolsa. Ibas a casa corriendo a escuchar el disco entero para comprobar si habías hecho una buena operación y te gustaban todas. Acertar era una sensación maravillosa.

Casi todo lo bueno se hace esperar.

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