El delfín de la Casa de Campo
Era una cosa extrañísima, sin duda. Un cetáceo en medio de la meseta. ¿Quién podía haberlo dejado allí?
A veces, cuando leo que en Wuhan se encuentra el único instituto de virología de China donde en los últimos años se ha investigado el comportamiento de diferentes tipos de coronavirus con un nivel de bioseguridad 4 -es decir, el mayor grado de precauciones necesarias para manipular agentes que podrían causar enfermedades mortales en humanos para las que no hay vacunas ni tratamiento-, pero que eso no guarda ninguna relación con el origen todavía ignoto de la pandemia que ahora mismo asola al mundo, me a...
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A veces, cuando leo que en Wuhan se encuentra el único instituto de virología de China donde en los últimos años se ha investigado el comportamiento de diferentes tipos de coronavirus con un nivel de bioseguridad 4 -es decir, el mayor grado de precauciones necesarias para manipular agentes que podrían causar enfermedades mortales en humanos para las que no hay vacunas ni tratamiento-, pero que eso no guarda ninguna relación con el origen todavía ignoto de la pandemia que ahora mismo asola al mundo, me acuerdo del delfín de la Casa de Campo.
Cuando leo que la Real Academia de la Lengua asegura que el coronavirus, pese a ser un virus, masculino, singular (aunque manifiestamente plural) debe formularse con una “la” delante, porque COVID es un acrónimo que incluye dentro la palabra “enfermedad”, que es femenina, en mi mente se persona sonriente el delfín de la Casa de Campo.
Se barajó la hipótesis de que alguien se lo hubiese encontrado varado en una playa y se lo hubiese traído a Madrid para conservar sus huesos o disecarlo
Cuando voy en autobús a mi ciudad de origen durante más de cinco horas junto a cincuenta personas más, una de ellas un señor muy sudoroso del que me separan apenas cinco centímetros cuyo aliento supuestamente no respiro porque, al igual que yo, lleva cubierta la boca con una mascarilla y pienso que hace solo cuatro meses hubo gente a la que se le prohibió darle un beso a sus padres en el lecho de muerte, miro por la ventanilla, observo las llanuras de Castilla y en el horizonte me parece ver, dando acrobáticos saltos, al delfín de la Casa de Campo.
¿No saben de qué les hablo? Me refiero a aquel cetáceo que, en 2016, un simpático teckle encontró en avanzado estado de putrefacción y enrollado en una malla metálica entre los árboles del jardín histórico que en su día fue coto de caza de Carlos I y que en la actualidad es un parque de Madrid. Cuando se produjo esta misteriosa aparición la policía inició sus pesquisas para esclarecer la procedencia del animal. Era una cosa extrañísima, sin duda. Un cetáceo en medio de la meseta. ¿Quién podía haberlo dejado allí?
Primero se especuló con la posibilidad de que fuese una adquisición de unos millonarios extravagantes que lo habían comprado a una red de tráfico de animales para que bucease en su pecera gigante. Después se barajó la hipótesis de que alguien se lo hubiese encontrado varado en una playa y se lo hubiese traído a Madrid para conservar sus huesos o disecarlo. Por si las moscas, de paso, se hizo una llamada al único lugar de toda la ciudad en el que viven cetáceos de forma habitual y donde se realizan espectáculos acrobáticos con este clase de animales, el acuario del zoo, que casualmente se ubica exactamente en la Casa de Campo. Allí les dijeron que no habían echado en falta ningún ejemplar últimamente y asunto aclarado. ¿Habrá un cielo para delfines? Espero que sí, porque el de la Casa de Campo, como la mayoría de nosotros, lo tiene ganado.