Mi bandera

Sentirse seguro es un privilegio que todavía no es nuestro

Varias personas sostienen una bandera arcoiris en el desfile del Día del Orgullo Gay en julio de 2018 en Madrid.JAIME VILLANUEVA

Este año será el primero sin la celebración en las calles del Orgullo. No me lo he perdido ni una vez. Los primeros años, cogía el autobús desde Segovia y llegaba a Chueca, dispuesta a ver la cabalgata con 35 grados a la sombra y mucha sed. Se hacía de noche y la alegría siempre se ampliaba, se deshacía por las callejuelas del barrio, nos llevaba a los parques y a los bares, siempre llenos. Esa noche, en ese barrio, todos se ríen y por primera vez nadie llora. Sentirse seguro es un privilegio que todavía no es nuestro.

Otros años evité la fiesta y lo celebré a mi manera: en casa, bri...

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Este año será el primero sin la celebración en las calles del Orgullo. No me lo he perdido ni una vez. Los primeros años, cogía el autobús desde Segovia y llegaba a Chueca, dispuesta a ver la cabalgata con 35 grados a la sombra y mucha sed. Se hacía de noche y la alegría siempre se ampliaba, se deshacía por las callejuelas del barrio, nos llevaba a los parques y a los bares, siempre llenos. Esa noche, en ese barrio, todos se ríen y por primera vez nadie llora. Sentirse seguro es un privilegio que todavía no es nuestro.

Otros años evité la fiesta y lo celebré a mi manera: en casa, brindando por lo conseguido en una terraza o bailando en el salón con la misma efusividad con la que lo hice en la Plaza de –nuestro querido– Pedro Zerolo. Nunca dudé de mi derecho a ser feliz siendo como soy. Nunca consiguieron que lo hiciera. Nunca lo harán.

Yo no necesito tu aceptación, pero sí necesito que te cures para que mi vida, nuestra vida, sea mejor. Y por eso peleamos. Por eso celebramos.

Mi realidad es afortunada porque la he trabajado. He plantado cara a los que me perseguían por la calle riéndose de mí, he respondido en voz bien alta a los mensajes que señalan, he echado de mi vida a quien no toleraba mi libertad, he peleado por quienes no pueden hacerlo. La felicidad de poder ser quien realmente soy con quienes más quiero me ha impedido sufrir la crueldad de quienes han intentado evitarlo.

La gran mayoría de las personas LGBTIQ+ que conozco tienen problemas en casa –casi todos con su padre–, han visto cómo anulan su género, han sido discriminados en la escuela o en el trabajo por su condición sexual o han sufrido agresiones en la calle por ir de la mano con su pareja, sin encontrar protección en las autoridades competentes. Todos sentimos miedo. Todos miramos a nuestro alrededor antes de besar a quien queremos. O bajamos la persiana. O disimulamos la caricia. O nos conformamos con los ojos. Lo más triste es que es un acto reflejo, algo que sale de manera innata porque hemos crecido en un mundo que nos niega, que habla sobre nosotros sin que nosotros podamos defendernos, que castiga nuestra existencia, que llama suciedad a la valentía de quererse, que nos echa de casa, que se atreve a decir lo que somos sin atender a lo que sentimos.

Disimula, aquí no, en tu casa lo que quieras, que no te vean, lo que me faltaba, por qué me haces esto, tú no eres una mujer, ¿te gusta todo?, viciosa, enfermo mental, me das asco, tú no puedes tener hijos, sé un hombre, eres la vergüenza de la familia, te voy a quitar la tontería a hostias, te voy a matar, mereces morir.

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El enfermo es el que no lo entiende. Yo no necesito tu aceptación, pero sí necesito que te cures para que mi vida, nuestra vida, sea mejor. Y por eso peleamos. Por eso celebramos. Por eso salimos a las calles o gritamos desde casa. Por eso siempre nos sentiremos orgullosos de ser quienes somos.

Madrid me mata.

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