La experiencia personal de superar la Covid: “Los ángeles existen, pero con gafas de buceo"
“Escribo desde una habitación aislada del Gregorio Marañón donde estos ángeles entran y salen sonriendo”, relata el autor
Existen, pero no son como los que imaginaron Rafael y Murillo. En lugar de alas portan vaporosas batas, gafas de protección, bombas de oxígeno y un sofisticado arsenal terapéutico con el que combaten a diario a la mayor pandemia que hemos conocido en un siglo. Escribo desde una habitación aislada del Gregorio Marañón, en Madrid, donde estos ángeles entran y salen sonriendo y administran consuelo y remedios cada vez más eficaces para acabar con el coronavirus.
Ingresé el domingo pasado con casi cuarenta grados de fiebre y derrotado. Lo habían probado todo conmigo desde la primera vez que...
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Existen, pero no son como los que imaginaron Rafael y Murillo. En lugar de alas portan vaporosas batas, gafas de protección, bombas de oxígeno y un sofisticado arsenal terapéutico con el que combaten a diario a la mayor pandemia que hemos conocido en un siglo. Escribo desde una habitación aislada del Gregorio Marañón, en Madrid, donde estos ángeles entran y salen sonriendo y administran consuelo y remedios cada vez más eficaces para acabar con el coronavirus.
Ingresé el domingo pasado con casi cuarenta grados de fiebre y derrotado. Lo habían probado todo conmigo desde la primera vez que me presenté en Urgencias con una radiografía sospechosa en la mano, desde los antirretrovirales a la hidroxicloroquina. Los antitérmicos tampoco terminaban de domar la fiebre. Me puse en sus manos y muy pronto, en cuestión de horas, aparecieron las buenas noticias. Al oxígeno, la heparina y el cóctel de fármacos se sumaron nuevos antibióticos y mi cuerpo empezó por fin a reaccionar.
Fuera del hospital lees sobre medicamentos y terapias que se están experimentando en todo el mundo. Te preguntas por qué no llegan a España, donde parece que todo gira en torno a aviones y mascarillas. Lo que no sabemos es que en nuestros centros sanitarios también innovan y, mientras no llega la vacuna, ponen en práctica los mejores abordajes terapéuticos, personalizados para cada paciente. No hay un remedio infalible, un bálsamo de Fierabrás capaz de matar el virus, pero nuestros médicos van cercándolo y logran que cada día salgan de los hospitales miles de pacientes curados.
Estos primeros dos meses de extenuante práctica clínica están dando resultados. Como me decía una enfermera, en la primera oleada de marzo estaban atados de pies y manos, no sabían aún como lidiar con cada paciente. No daban abasto con tantos ingresos. Hoy afrontan cada caso de manera multidisciplinar y con la experiencia que da haber tratado a miles de enfermos. Hay esperanza.
En mi caso, me ofrecieron participar en un ensayo clínico internacional que trata de verificar si un medicamento contra la artritis reumatoide previene la inflamación generalizada que doblega a los pacientes más graves. Era voluntario y, por supuesto, acepté. No habrá tenido efecto en mi recuperación, pero puede ayudar a encontrar una solución más que evite más muertes.
Tuve la suerte de aterrizar en Medicina Interna del Marañón. Allí, bajo una fortísima presión asistencial, médicas, enfermeras y auxiliares se desviven día y noche por sus pacientes. Todas, en mi caso, fueron mujeres. Cumplen con disciplina unos protocolos muy rígidos y jamás les escuchas una queja. Los muros son muy fuertes y, por fortuna, hasta aquí no llegan los ecos de la política con minúscula ni los odios atávicos de las redes sociales.
Nerea, Amparo, Yolanda… Hubo más ángeles como ellas sobrevolando mis noches de fiebre y miedo. Sus nombres simbolizan los de tantos sanitarios que se juegan la vida cada día en los hospitales. Gracias a todos por tanto.
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