Las dos realidades de la pandemia se cruzan en el registro civil: “A nosotros nadie nos da un aplauso a las ocho”
La burocracia queda suspendida salvo para entierros y nacimientos
Margarita Páez se levantó el viernes de la cama temprano para jurar fidelidad al Rey y prometer la Constitución española. Esta paraguaya de 35 años salió de su casa sin mascarilla, sin guantes y sin gel de alcohol para las manos. Estaba feliz, sonriente, alegre, como antes. Como si no hubiera pasado nada. Era el día para que esta cocinera de residencia fuese fiel a su nueva bandera. Era el día del final de un proceso burocrático de más de 700 días. Era el día, qué narices. De modo que Margarita se presentó en vaqueros, con un jersey beige y una cazadora verde a las once de la mañana en el edif...
Margarita Páez se levantó el viernes de la cama temprano para jurar fidelidad al Rey y prometer la Constitución española. Esta paraguaya de 35 años salió de su casa sin mascarilla, sin guantes y sin gel de alcohol para las manos. Estaba feliz, sonriente, alegre, como antes. Como si no hubiera pasado nada. Era el día para que esta cocinera de residencia fuese fiel a su nueva bandera. Era el día del final de un proceso burocrático de más de 700 días. Era el día, qué narices. De modo que Margarita se presentó en vaqueros, con un jersey beige y una cazadora verde a las once de la mañana en el edificio acristalado del número 66 de la calle de Pradillo. El Registro Civil. El árbol genealógico del Estado. Y sin embargo…
Margarita se dio de morros con decenas de folios pegados en los cristales opacos de la fachada. Breves textos en mayúsculas, como pequeños gritos sordos estampados aleatoriamente por aquí y por allá: “DURANTE LOS DÍAS QUE DURE LA VIGENCIA DEL ESTADO DE ALARMA, ESTE REGISTRO ATENDERÁ EXCLUSIVAMENTE: EXPEDICIÓN DE LICENCIAS DE ENTERRAMIENTO Y CELEBRACIÓN DE MATRIMONIOS PREVISTOS PREVIA PRESENTACIÓN DE CERTIFICADO MÉDICO QUE ACREDITE EL INMINENTE PELIGRO DE MUERTE DE ALGUNO DE LOS CONTRAYENTES”. El lenguaje burocrático estaba indignado. Aún así, Margarita quiso cruzar las puertas de la fidelidad a España. Salió en menos de un minuto: “Me han dicho que cuando acabe el Estado de alarma me llamaran”, lamentó. “Vine porque tenía la cita hoy. No me avisaron de nada”.
Estos días, el Registro Civil más famoso de la capital experimenta un altísimo nivel de trabajo. A cuentagotas acuden jóvenes con mascarillas y sonrisas en los ojos. Son padres primerizos que están conociendo de primera mano lo que hicieron sus padres hace 30 años. En silencio, con orden y sin dirigirse la palabra. Ellos tienen su propia fila. Las funerarias, no. Tienen tres turnos: a las 10.00, a las 12.00 y a las 18.00. El último eslabón del coronavirus entrega directamente una carpeta y espera en la puerta. El último papel que nos mantiene vivos se recoge estos días en tacos. Algunos trabajadores cuentan que acuden hasta 14 veces al día. Muchos ya se conocen, llegan con el coche fúnebre a la calle de Pradillo y dejan los cristales bajados y las puertas abiertas. El Registro Civil parece estos días una parada de taxis de funerarias:
― ¿Fuma mucho últimamente?
― No, lo normal.
Alfredo Pérez, cincuentón y empleado de una de las más conocidas de Madrid, apura un pitillo en la puerta antes de entrar. Tres, en 20 minutos. Dice que trabaja entre 10 y 11 horas al día. “Llevo 30 años en esto y jamás he vivido una cosa igual”. Está indignado, pero contiene las formas enfundado en un traje gris y una camisa azul a juego con los guantes de látex. “Yo solo hago papeleo y tal, pero es que… Es que…”.
― ¿Todo bien?
― Mira―levanta el dedo índice de la mano derecha―el Gobierno nos ha dejado tirados.
Alfredo termina el cigarro y se enciende: “¡Esto no está hecho para funerarias! Nos han metido un marrón de tres pares de huevos y se han lavado las manos. Esto es una catástrofe. Una funeraria es una empresa de pompas fúnebres que se dedica a hacer entierros en condiciones en la vida civil, normal. Pero esto es una guerra. Lo que no puede ser es que dejen a fallecidos días y días sin poder enterrar. Esto se tenía que haber atajado antes”.
― Ahora sí está cabreado...
― No, no, es que ya estoy un poquito indignado con el temita.
Se enciende otro cigarro. “Que parece que solo venimos a cobrar. Y ojito. Hay compañeros que están recogiendo fallecidos en primera línea: en hospitales, en residencias, en el Palacio de Hielo ese. Hombre… Se merecen otros miramientos, ¿no? Pero si es que la otra tarde estuve a punto de llamar al Telecinco ese y decirles vosotros sois unos…”.
90, 116, 130. La empleada de otra funeraria, una mujer rubia que no quiere facilitar su nombre, trajo cada día de la semana pasada un número mayor de certificados de defunción. En primer lugar, un médico da fe de la muerte de un ciudadano. Un forense después lo corrobora, y con ese papelito que expiden los trabajadores de la funeraria se presentan en el registro civil. De aquí se dirigen al juzgado para recibir la licencia de sepultura e inhumación. A partir de ahí, es cuestión de horas de que el cadáver se entierre o se haga cenizas en los hornos. Así es la burocracia, una maquinaria que no se detiene ni en la muerte. Sin embargo, la pandemia ha retrasado esos procesos, que ahora se alargan hasta una semana. No hay manos suficientes para enterrar a tantos. El estrés de la empleada de la funeraria es proporcional. “Son días de mucho jaleo. Y mucha gente lo paga con nosotros. Los trabajadores de la muerte no tenemos buena fama y a veces pagamos por todo lo que no está funcionando estos días. Somos los últimos de la cadena, a nosotros nadie nos da un aplauso a las ocho”.
A quien hay que hacerle la ola es a Santiago Aparicio (más bien a su pareja, pero ella no ha venido), que a sus 38 años está a punto de inscribir a su cuarto hijo. En un país con una de las tasas de fecundidad más bajas de la Unión Europea (1,3 por mujer) hay gente sin miedo, como Aparicio. Encima es autónomo: “No sé lo que es una baja de paternidad”. Dice que dio el biberón de la noche (su pareja no puede corroborarlo) y trabajó hasta las 2.30. A las 5.00 dio otro. A las 9.00 estaba en pie. La España que madruga mide 1,80 y se llama Santiago Aparicio.
El parto tuvo lugar en el hospital Nuestra Señora del Rosario el día 18 de marzo. Los médicos lo adelantaron por el temor a un desbordamiento del sistema sanitario, como al final ocurrió. Todo salió de maravilla. “Estamos muy contentos. Era un hijo muy deseado”. En un día en el que muchos despiden a los suyos, Aparicio vive la dicha de recibir a un nuevo miembro en la familia.
Por aquí aparece también la boliviana Jacqueline Peredo, de 45 años. Se casó el 26 de mayo del año pasado con un ciudadano español. Envió a su país de origen el certificado de matrimonio para tramitar la reagrupación familiar. Perdió el original, ahora quiere nuevas copias para traerse a alguno de sus hijos. Trabaja 3,5 horas al día en una casa cerca del Registro Civil. La dueña de la casa la acercó en coche hasta la cola, preguntó a los que estaban formados por dónde se iba al la parada de metro más próxima y le explicó a Peredo las calles que debía tomar para llegar hasta allí. Entra con gracia y elegancia al registro. Sale en menos de un minuto. El Estado ha congelado todo sus trámites, salvo para dar de baja a algunos ciudadanos e inscribir a los recién llegados.
La pandemia ha simplificado el mundo a dos momentos: cuando llegas y cuando te vas.
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