Censores mediocres
La autora acusa al alcalde José Luis Martínez-Almeida de ser “un meritorio representante de aquella moral cristiana del XIX"
Los cementerios municipales de Madrid son un triunfo civil de finales del XIX; una conquista ciudadana para gran cabreo del Arzobispado, que prefería vernos a todos muertos antes que perder ni un céntimo por enterramiento. Merecerá en otro momento desmenuzar este asunto del cómo y por qué costó siglos a los municipios arrebatarle a la Iglesia el monopolio de la muerte para que también los pobres y los diferentes tuvieran derecho a una sepultura digna. Si la tuvieran, a los dirigentes de esa sociedad anónima eclesial se les ca...
Los cementerios municipales de Madrid son un triunfo civil de finales del XIX; una conquista ciudadana para gran cabreo del Arzobispado, que prefería vernos a todos muertos antes que perder ni un céntimo por enterramiento. Merecerá en otro momento desmenuzar este asunto del cómo y por qué costó siglos a los municipios arrebatarle a la Iglesia el monopolio de la muerte para que también los pobres y los diferentes tuvieran derecho a una sepultura digna. Si la tuvieran, a los dirigentes de esa sociedad anónima eclesial se les caería la cara de vergüenza por la crueldad empleada a la hora de rechazar difuntos que no fueran de su cuerda, por la avariciosa recaudación a costa de los fieles difuntos y por la usurera gestión que hicieron de los cementerios. Su único afán era lucrarse.
Por eso, porque ni vecinos ni autoridades municipales hacían carrera del poder de la Iglesia, hubo que frenar al Arzobispado desde el gobierno de la nación en 1884. El uso y el abuso que los clérigos estaban haciendo de la muerte de los madrileños obligó al ministro de la Gobernación, Romero Robledo, a clausurar de un día para el siguiente ocho cementerios eclesiásticos, porque de ellos procedían las epidemias que estaban tumbando a los vecinos. La Iglesia se negaba a cerrarlos por las buenas porque perdían dinero, y lo de las epidemias le traía al pairo porque, al fin y al cabo, cuantos más madrileños murieran, más cuartos a la buchaca.
Hasta finales del siglo XIX, los madrileños muertos eran para la Iglesia una fabulosa fuente de ingresos. Todos los cementerios de Madrid estaban en sus manos, y aquí no se enterraba a nadie sin pagar una cristiana sepultura. Por supuesto, sin posibilidad de escoger otra. Los rechazados por la Iglesia iban a un agujero en un descampado o a una fosa común extramuros; jamás en campo santo.
Hasta que el gobierno dijo que se acabó. Que todo vecino de Madrid tenía derecho a sepultura, con o sin bendiciones. Y, para asegurar ese derecho ciudadano, el municipio creó el cementerio de La Almudena con dinero público y personal y mantenimiento municipales. Pero la Iglesia no estaba dispuesta a dejar de hacer caja, y exigió su parte por cada muerto madrileño: 5 pesetas por adulto y 2,50 por párvulo. O eso, o no bendecía el cementerio. Usura, chantaje y avaricia.
La Iglesia continuó haciendo caja, pero los madrileños conseguimos nuestro primer cementerio decente para morirnos como la dignidad manda. Un cementerio que fue un triunfo civil para acoger a todos, para honrar a todos, y ahora manchado por el alcalde ignominioso que nos preside y que insulta la memoria de los muertos robándoles su homenaje. Eres el meritorio representante, Martínez, de aquella moral cristiana del XIX. La que negaba, como tú niegas, la dignidad a los madrileños muertos que no consideras de los tuyos. Eres un mediocre censor. Que los hay en todas partes.