Barcelona, bajo el semáforo en rojo
El virus arrincona una ciudad que trabaja en casa, ocupa los espacios públicos, no recibe a turistas y abre su hostelería apenas cinco horas al día
Algo no va bien en Barcelona cuando un día laborable puedes cruzar con el semáforo en rojo una calle del centro. Cuando en los hoteles de Via Laietana, los que están abiertos, no te despierta ningún ruido a primera hora. Cuando paseas por la Rambla y, de 20 conversaciones que escuchas, las 20 se producen en catalán y español. Lo más inquietante, sin embargo, es que pasadas las doce del mediodía de un martes soleado las terrazas del Eixample estén perfectamente colocadas,...
Algo no va bien en Barcelona cuando un día laborable puedes cruzar con el semáforo en rojo una calle del centro. Cuando en los hoteles de Via Laietana, los que están abiertos, no te despierta ningún ruido a primera hora. Cuando paseas por la Rambla y, de 20 conversaciones que escuchas, las 20 se producen en catalán y español. Lo más inquietante, sin embargo, es que pasadas las doce del mediodía de un martes soleado las terrazas del Eixample estén perfectamente colocadas, sus mesas, sus sillas y sus sombrillas, la grifería del vermú y de la cerveza a la vista en la barra, y no haya un alma sentada allí. La misma turbación que aquella plaza de Riazor vacía un día de calor en agosto de 1936 que decía Manuel Rivas (“eso es el miedo”), o la mesa colocada con sus cubiertos, la comida lista, las servilletas dobladas en un barco vacío, como arranca Manel Loureiro su novela El último pasajero. Una cosa es la ciudad confinada a cal y canto, otra distinta es la ciudad abierta de brazos, lista para ser disfrutada, y que no se pueda.
La hostelería en Barcelona abre dos horas por la mañana (de 7.30 a 9.30) y otras dos horas y media entre las 13.00 y las 15.30. Una hora antes, los bancos públicos cercanos a las terrazas son tan codiciados como una tumbona con vistas al mar. Además, prohibido salir del municipio. Martín y Luque, dos chicos de 24 años, hacen tiempo allí. Hacer tiempo es otra de las expresiones que se dicen mucho estos días en la Barcelona tancada (cerrada). “Tenemos reunión de trabajo. Queremos montar un proyecto, pedir una subvención; vivimos en casa de nuestros padres y hemos quedado para comer en ese sitio, que es de menú, y ahí arreglamos hasta que nos echen”, dicen.
Zumo y café
Los establecimientos permiten comprar para consumir fuera. Joan, que trabaja en un local de desayunos, explica que lo que se pide es zumo de naranja o café para los menos madrugadores que tienen que tomárselo en la calle. “Ni cruasán ni bollos porque imagínate por la calle desayunando así, te pones perdido”. Más que de las elecciones a la Generalitat, que se celebrarán el 14 de febrero, el próximo domingo, lo que más se ve por las calles son carteles de los candidatos a la presidencia del Barça. Lógico cuando la dinámica del país lleva desde hace años sometida a lo simbólico.
Barcelona no está vacía ni cerrada del todo, pero está herida. Es la ciudad turística sin apenas turistas; es una ciudad con miedo que año y medio antes no dormía a causa de los multitudinarios disturbios tras la sentencia del procés y ahora duerme antes de tiempo, una ciudad sin término medio. Entre las beneficiarias de esta situación provocada por la virulencia de la covid-19 están las palomas. Marta Velázquez, una arquitecta de 36 años, se divierte con sus amigas en la plaza de Catalunya tirándoles comida. Son las 16.30 y, si uno no quiere ir de tiendas, hay poco más que hacer para estar fuera de casa. “Comes, bebes un poco, y te da por hacer esto”, dice sentada en el banco de tertulia con dos compañeras de trabajo. “Tienes que escribir que el virus nos pone muchos años encima, mira qué estampa”.
Juegan niños en el centro de la plaza mientras el sol empieza a descender. Rahill, un paquistaní musculado de 32 años, trabaja con su hermano en una tienda 24 horas (cuando se podía abrir 24 horas). Lleva tatuado el pecho y peinado a la moda entre futbolistas, con la mitad rapada. Viene a la plaza casi todos los días con una bolsa gigante de migas y maíz para dársela a las palomas. “Me gustan estos pájaros”, dice en inglés. “Me recuerdan a los días en mi país. Yo siempre los cuido”.
Una ciudad que tiene la hostelería amputada ocupa el espacio público de otra forma. No para descansar o tomar un respiro, no para esperar a nadie, sino para relajarse o reunirse. En la plaza de Vicenç Martorell, llena de gente manteniendo la distancia y ocupando todos los bancos de charla, está uno de los lugares más tétricos de Barcelona, el torn dels orfes, el torno de los huérfanos. Está en el antiguo convento de niños abandonados o sin hogar, que es hoy una oficina de administración municipal. Es un agujero que da desde la calle al interior del edificio; en él, madres anónimas dejaban al bebé que no querían o del que no podían encargarse. Tenían que llamar al timbre, girar una palanca para que el bebé se metiese dentro y, si podían o querían, introducir un dinero por una ranura que sigue en la fachada y con el que las monjas podían costear los primeros cuidados.
Muchos lectores
Son las cosas de las que uno se entera cuando tiene tiempo, y en la Barcelona pandémica hay tiempo. Tiempo para leer (se ve a mucha gente con un libro en las plazas), para hablar y para pensar; cuando pasa todo eso, también se descubren cosas que están a la vista sin que nadie, normalmente, repare en ellas.
En el carrer Ramelles, frente a un supermercado con mucha actividad porque es hora de cierre, un mendigo pide ayuda entre sollozos. Tiene 49 años y se llama Joan Capdevila, “como Sergio Dalma”. “Odio las mascarillas”, dice, “pero la tengo en el bolsillo para entrar en el supermercado”. Joan era empleado de un restaurante cuando se enamoró de una chica que vivía en la calle y se la llevó a vivir a la casa en la que él vivía con su madre. Un día lo llamaron al trabajo: la mujer había degollado a su madre. Tenía una enfermedad mental y ese día había bebido. Su vida empezó a descarrilar, y volvió al alcohol: “La peor droga que probé nunca”. Un día cogió su Peugeot 206 y se estrelló adrede intentando suicidarse. “Me desperté tras varios días con una cicatriz enorme en la cabeza, pero vivo. Y sin coche. Una puta desgracia”, cuenta, quejándose a la vez de una reacción alérgica en la mano, que tiene hinchada.
Capdevila solloza cuando recuerda a su madre y a su novia. “La quería. Fui a la cárcel a preguntarle por qué lo había hecho y me dijo que no se sentía querida”. Duerme en la avenida Roma y bebe vermú blanco que le cuesta dos euros la botella. El pueblo en el que ocurrió el suceso, cerca de Barcelona, es Castellbell i el Vilar. Una búsqueda rápida en Google da cuenta de la noticia en EL PAÍS del 28 de junio de 2018: “Detenida una mujer acusada de matar a su suegra en Castellbell i el Vilar”.
Cuando cierre todo, que será pronto, y la ciudad desaparezca casi por completo, Joan se irá a la avenida Roma a dormir. “Ese es mi toque de queda, dormir en la calle y que me roben todo como hace unas semanas, ya ves tú lo que tengo para que me lo roben. Entonces, qué me cuentas a mí de la pandemia y de las elecciones”.