Es legal, pero duele
La fuerza del PSOE, su patrimonio moral, está en los que sufrieron durante años el acoso de ETA. No estaría mal un poco de respaldo, de cariño, por parte de los líderes socialistas actuales
Hay analistas políticos, policiales y periodísticos que durante décadas construyeron su supuesto prestigio en tratar de averiguar qué era lo próximo que iba a hacer la banda terrorista ETA, o por dónde iría la siguiente declaración de Arnaldo Otegi —el jefe vitalicio de su partido satélite—, y cuando este por fin hablaba, en términos tan abstrusos y vacíos como los de este sábado, sometían cada frase al microscopio y siempre encontraban trazas de alguna palabra que indujese a la esperanza, al cambio de ciclo, al debate prometedor. Luego, como de costumbre, ETA hacía lo que mejor sabía —un tiro...
Hay analistas políticos, policiales y periodísticos que durante décadas construyeron su supuesto prestigio en tratar de averiguar qué era lo próximo que iba a hacer la banda terrorista ETA, o por dónde iría la siguiente declaración de Arnaldo Otegi —el jefe vitalicio de su partido satélite—, y cuando este por fin hablaba, en términos tan abstrusos y vacíos como los de este sábado, sometían cada frase al microscopio y siempre encontraban trazas de alguna palabra que indujese a la esperanza, al cambio de ciclo, al debate prometedor. Luego, como de costumbre, ETA hacía lo que mejor sabía —un tiro en la nuca, un secuestro que terminaba en asesinato, una bomba en una casa cuartel que mataba a una niña de seis años que se llamaba Silvia— y, durante unos días, no demasiados, los analistas guardaban silencio y dejaban paso a los sonidos y las imágenes de la realidad: las declaraciones de condena, el llanto contenido de los familiares, las imágenes del ataúd sobre los hombros de los compañeros, las palabras —casi siempre frías, casi siempre distantes— de los curas que de mala gana oficiaban el funeral.
De todo aquello, lo que más impresionaba siempre eran los plenos de condena en los pueblos del concejal asesinado. Sus compañeros, ediles socialistas o del PP, abrumados por la pena y por la certeza de que podían ser los próximos, eran insultados por los simpatizantes de Batasuna, que acudían en tropel para apoyar a sus concejales en el trance —incomprensible desde el punto de vista humano— de votar en contra de cualquier moción de solidaridad con el vecino asesinado. Nunca olvidaré que, en el pleno de condena por el asesinato de José Luis Caso celebrado en Rentería (Gipuzkoa), el hombre sentado a mi lado golpeaba mi rodilla con la suya. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que era amigo de José Luis, que él lo había metido en el PP y que seguramente ahora tendría que ocupar su puesto de concejal. Le deseé suerte y nos despedimos con un abrazo. Lo asesinaron unos meses más tarde, el 25 de junio de 1998, cuando regresaba de comprar el pan.
Diez años después, el 7 de marzo de 2008, me encontraba en el despacho de Alfredo Pérez Rubalcaba, que en aquel momento era ministro del Interior del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Faltaban dos días para las elecciones generales y había acudido a hacerle una entrevista. A las 13.37, sonó su teléfono. Lo atendió, escuchó unos instantes y le dijo a su interlocutor: “Ahora te llamo”. Sin mirarme, tecleó rápidamente un número y habló de forma entrecortada, en voz baja: “Un atentado..., creo que un atentado..., en el País Vasco... Un concejal socialista...”. El último edil asesinado por la banda terrorista ETA se llamaba Isaías Carrasco, y en su historia personal —y en lo que sucedió en las horas que siguieron a su muerte y sigue sucediendo ahora— se encuentran ciertas claves —políticas, personales, históricas— que nadie debería olvidar, y menos que nadie, el PSOE, y aún menos, los dirigentes del PSOE.
Isaías Carrasco tenía 43 años cuando lo mataron, una esposa y tres hijos. Sus padres habían llegado desde Zamora con el sueño de hacer un dinero y regresar, pero se casaron, llegaron los hijos, luego los nietos, y decidieron hacer de Mondragón un buen lugar para vivir. Luego las cosas se fueron complicando. Isaías se metió en el PSE, salió elegido concejal, le pusieron escolta —un obrero de aquí para allá con dos guardaespaldas detrás— y años después, cuando dejó de serlo, se la quitaron. ETA, que por aquel entonces estaba más débil que nunca pero igual de asesina, aprovechó la circunstancia. Uno de sus pistoleros acribilló a Isaías en la puerta de su casa —un edificio de cinco plantas sin ascensor— un minuto después de que dejara a su hijo para irse a trabajar al peaje de la autopista. Aquella tarde, cuando llegué a Mondragón, me enteré de que la madre de Isaías se llamaba Agustina y su hijo, Adei. Ahí estaba todo. De dónde venía Isaías y hacia dónde quería ir. Justo lo que el ideario xenófobo de ETA y asociados quería impedir a tiros.
Durante aquella década larga en que ETA practicó su estrategia de “socialización del sufrimiento” —una campaña de asesinatos y acoso contra personas y partidos no nacionalistas para extender el miedo a toda la sociedad—, solo quedó una luz encendida en medio del paisaje ultranacionalista que la mafia quería imponer: la de las Casas del Pueblo. Desperdigadas por los pueblos de Euskadi, incendiadas una y otra vez, blindadas como sucursales bancarias, pero siempre abiertas y llenas —de Agustinas, de Isaías, de Adeis— que se resistían a claudicar ante el terror. Esa era entonces —y debería de seguir siéndolo ahora— la fuerza de la izquierda, su patrimonio, el blindaje moral que le permitía —si era necesario— negociar el final de ETA, o lo que hiciera falta, sin perder el norte.
En aquellos años en que el final parecía tan cerca, el Partido Popular (PP) intentaba, como siempre, patrimonializar a las víctimas, demonizar al PSOE, aun sabiendo —como sus dirigentes sabían entonces y saben ahora— que sus concejales y los socialistas llevaban años paseando juntos por las aceras del miedo y el dolor. Unas insidias que no calaban en la militancia del PSOE porque Zapatero y Rubalcaba hicieron un esfuerzo constante de pedagogía, presencia en Euskadi y, sobre todo, cuidado y cariño a los suyos. Aquella llamada de teléfono —la de las 13.37 de aquel maldito 7 de marzo— que recibió Rubalcaba en su teléfono móvil no provenía de un alto cargo policial, sino de una concejal que se encontraba en Mondragón en aquel momento. Tenía el teléfono del ministro del Interior, y el ministro tenía el suyo...
Aquellos tiempos, afortunadamente, quedaron atrás. ETA fue vencida, no obtuvo nada a cambio —por mucho que las insidias de los de siempre traten de buscarle tres pies al gato— y, en Euskadi, aquellos que resistieron en sus propias carnes las botellas incendiarias y las bombas lapa comparten la cola del cine, la del supermercado y hasta el rellano de la escalera con antiguos militantes de ETA, con gente que deseó su muerte o miró para otro lado. Tal vez nunca se les haga justicia a todos aquellos y aquellas que, jugando al dominó o a las cartas en las Casas del Pueblo, practicaron la resistencia civil frente al terror, pero no estaría mal un poco de cariño, algo de reconocimiento, de cercanía…; tal vez una declaración rápida, inequívoca, de rechazo a la última provocación de Otegi, aquel al que algunos analistas llegaron a bautizar como “héroe de la retirada...”.
No es suficiente decir que la presencia de antiguos terroristas de ETA en las listas de Bildu es legal. También convendría decir que duele.
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