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Opinión

La España que madruga

¿Por qué dormimos tan poco? ¿o por qué queremos dormir tan poco?

¿Quién no duerme mal en estos tiempos?

La semana pasada pudimos escuchar al escritor Isaac Rosa presentando su última novela, Las buenas noches (Seix Barral, 2025), en la activísima librería Ramon Llull de València, uno de los espacios más valiosos de nuestro circuito cultural.

Los desvelos de un insomne, el diario del sueño que escribe por prescripción médica y aquello que está dispuesto a hacer para poder descansar constituyen la columna vertebral del libro. Tal y como acostumbra, Rosa no se deja mecer por la fabulación blanda y ensimismada, sino que las raíces de los problemas resquebrajan la superficie y se abren en los párrafos, anclando la lectura a la realidad que nos atraviesa.

¿Por qué no podemos dormir? ¿Qué es lo que no nos deja descansar? El exceso de trabajo, la preocupación por la vivienda, la conciliación familiar casi imposible, la ansiedad por querer ser más productivos… El protagonista de la novela nos cuenta que ha fantaseado en diferentes momentos de su vida con la idea de no dormir o dormir poquísimo para poder desarrollar muchas más actividades durante el día. ¿Y quién no? Levantarse tempranísimo para hacer ejercicio o para escribir o para meditar o, sencillamente, para tener la casa arreglada antes de que salga el sol y la jornada se precipite.

En seguida nos viene a la mente la imagen de tantos gurús del deporte o del orden que nos instigan para que participemos de estos madrugones ultrafértiles, pero incompatibles con nuestros horarios mediterráneos, con los cuidados de las personas que están a nuestro cargo o insostenibles en el tiempo debido al trabajo extenuante. Probablemente estemos de acuerdo en que estas doctrinas del poco dormir y del mucho autoexplotarse no son buenas para nuestra salud física ni mental. Algunas personas hablarán de actitudes neoliberales, de la tramposa cultura del esfuerzo cayendo sobre nuestra intimidad cotidiana e, incluso, habrá quien observe en ello la puesta en práctica de nuevas estrategias del pensamiento ultraderechista. Y, seguramente, tendrán razón.

Pero también es cierto que los vástagos de la clase obrera hemos crecido con el desprecio a la pereza inoculado (porque en nuestras casas nadie se podía permitir holgazanear, nos iba la vida en ello) y con la brillante y limpia defensa del levantarse muy temprano siempre en la boca, o en la sangre, para trabajar incansables. “Supongo que algo influía también mi educación familiar, el escaso valor que mi padre daba a las horas de sueño, su ética del trabajo que despreciaba al haragán, al que remolonea en la cama, al que no salta con el despertador y se ducha y se viste y estira las sábanas sin que se hayan enfriado” dice el narrador de Isaac Rosa. A eso me refiero.

Las clases no privilegiadas hemos visto a nuestros abuelos y a nuestros padres irse a trabajar al campo antes de que salga el sol, empezar el turno en la fábrica en mitad de la madrugada o limpiar edificios antes de que el día se ponga en marcha. Los hemos visto hacerlo con orgullo, los hemos visto cifrar la honradez en ese levantarse temprano y cumplir sus obligaciones. Nos han premiado por seguir su ejemplo, lo han ligado con fuerza a su cariño.

Recuerdo nítidamente a mi madre, puro nervio recorriendo la casa a las 5:00 de la mañana porque entraba a trabajar al almacén de naranjas a las 6:00. Y me recuerdo a mí, de pequeña, despertándome a la misma hora que ella para que me viera antes de irse, para que supiera que yo también era capaz, que incluso podía ayudarla en lo que me dijera. No puedo olvidar su mirada de satisfacción, pensando que yo era como ella, que había salido trabajadora, que podía estar tranquila.

Esa es su herencia, la llevamos guardadita en algún lugar de nuestra médula y de nuestro corazón. Es la memoria de la pobreza la que nos hace dormir poco, los gurús neoliberales y la nueva ultraderecha solo se han aprovechado de ella.

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