Rafael Altamira: el pacifista que pudo salvar la República
Pasó al olvido en su patria. Es ahora, más de setenta años después de su muerte, cuando el sabio alicantino vuelve con el máximo reconocimiento del Estado
La repatriación desde México el pasado diciembre de los restos del insigne catedrático universitario, jurista, historiador y pedagogo alicantino Rafael Altamira, junto con los de su mujer, Pilar Redondo, y la ceremonia de inhumación de ambos en el cementerio de la localidad alicantina de El Campello presidida, en un hito histórico, por su Majestad el Rey el 10 de febrero, han devuelto a la primera plana nacional a uno de los intelectuales más relevantes de nuestro país en el primer tercio del siglo XX.
Rafael Altamira y Crevea, nacido en la ciudad de Alicante en 1866, se doctoró en Derecho en Madrid y fue discípulo predilecto del fundador de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos, quien le inculcó la idea de que la regeneración del pueblo español debía basarse en la mejora de la cultura y la educación. En los inicios del siglo XX, Altamira puso en marcha la Extensión Universitaria para acercar el conocimiento a las clases obreras, dignificó la profesión de maestro y la escuela pública desde la Dirección General de Primera Enseñanza y actualizó el relato de la historia de España en sus múltiples publicaciones. Con la barbarie desatada por la Primera Guerra Mundial, se preocupó también por difundir los valores pacifistas y el entendimiento entre naciones, lo que le llevó a participar en la fundación de la Sociedad de Naciones y del Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, organizaciones hoy cuestionadas por los nuevos matones internacionales. Al proclamarse la Segunda República en España en abril de 1931, muchos políticos veían en Rafael Altamira al candidato idóneo para presidir el nuevo régimen democrático por tratarse de un liberal republicano que había colaborado con los gobiernos del rey Alfonso XIII y podía contentar a izquierdas y derechas por su talante conciliador y su independencia política.
Durante el proceso de formación de las Cortes Constituyentes, los principales valedores de la candidatura de Altamira fueron su antiguo alumno de la Universidad de Oviedo, Álvaro de Albornoz, y su buen amigo Manuel Azaña, que insistió hasta el último momento en la opción del jurista alicantino. Finalmente, los partidos republicanos y socialistas que dominaban el Parlamento decidieron recolocar en la presidencia al conservador Niceto Alcalá-Zamora, que había dimitido del cargo por su rechazo al carácter laico de la Constitución republicana. Ahora resuenan las palabras del político socialista Indalecio Prieto en el entierro de Altamira en el Panteón Español de México en junio de 1951, cuando señaló que “con Altamira desaparece uno de los hombres que podría haber cambiado el rumbo de nuestra historia si hubiéramos aceptado la propuesta de Azaña de que fuera el presidente de la República”. De cualquier modo, Altamira rechazó desde el primer momento entrar en política porque su condición de juez internacional le obligaba a no intervenir en las cuestiones internas de su país.
En la primavera de 1936, tras la victoria de la coalición de izquierdas del Frente Popular en las elecciones de febrero y la destitución de Alcalá-Zamora por la mayoría de las Cortes, el nombre de Rafael Altamira volvió a circular en los mentideros políticos. El vicepresidente de la Cámara Baja, José Rosado Gil, apuntaba en una entrevista para La Vanguardia de Barcelona que “se habla con insistencia de los señores Azaña y Martínez Barrio, y empieza a oírse, entre los núcleos políticos del régimen, el nombre de don Rafael Altamira, republicano indiscutible, de arraigadas convicciones y figura que enaltece a España por su autoridad y prestigio universales”. En 1933, Altamira había sido propuesto al Premio Nobel de la Paz por multitud de personalidades académicas y políticas y acumulaba por entonces ocho doctorados honoris causa por universidades de todo el mundo. En esta ocasión, el elegido para la presidencia de la República fue Manuel Azaña, que se vio superado por la violencia que se extendía en el país. En julio de 1936, se produjo la insurrección militar contra el gobierno republicano y Altamira, que se encontraba de vacaciones en su casa de Riaza (Segovia), tuvo que salir precipitadamente de España, ante la amenaza que corría su vida y la de varios de sus familiares. En principio, permaneció en La Haya, pero la invasión del Ejército nazi de los Países Bajos en la primavera de 1940 le obligó a establecerse en Bayona, al sur de Francia.
Allí conoció el delicado estado de Azaña en su exilio en la localidad francesa de Montauban, y envió a su hija Pilar y a su yerno, el doctor Victoriano F. Acosta, a que cuidaran del expresidente en sus últimos días. Tras pasar muchas penalidades, Altamira pudo viajar con su esposa a Portugal y en 1944 ambos se trasladaron en barco a América para instalarse definitivamente en México, donde residían ya sus dos hijas con sus maridos. Su hijo mayor, Rafael, afín al nuevo régimen franquista, y varios emisarios oficiales, intentaron convencerlo de regresar a España con la promesa de restitución de sus bienes y cargos académicos, pero Altamira se negó a blanquear a un régimen totalitario que no respetaba la libertad de sus ciudadanos, y falleció en el exilio, mientras en su país se borraba su nombre de los anales académicos y se prohibían sus libros. Así pasó al olvido en su patria y ni siquiera la restauración democrática iniciada en 1976 en España se molestó en restituir su figura y su legado. Es ahora, más de setenta años después de su muerte, cuando el sabio alicantino vuelve con el máximo reconocimiento del Estado, y con sus restos llegan también a España los valores de búsqueda del bien común sin partidismos políticos, de la extensión de la cultura y la educación y de la defensa de la paz y la justicia social.
Ignacio Ramos Altamira es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Alicante y bisnieto de Rafael Altamira