Al otro lado
El niño acompaña a su madre a lavar escaleras. No puede quedarse solo en casa. Mira la tableta y juega. Dicen que no hay que dejar a los niños tocar pantallas. Qué fácil es decir, y juzgar, y recriminar
El chico de la gasolinera utiliza desengrasante disuelto en agua para lavarse las manos. Una vez. Otra. Más de cincuenta veces al día se las lava. Luego tiene que ponerse tratamiento para que la piel no se le desgaste. Todo lo hace para extirpar el olor a gasoil que le deja en las manos el surtidor. Cuenta que es muy molesto llegar a casa, sentarte a la mesa, acercarte la cuchara a la boca y entonces sentir el olor a gasoil en la punta de los dedos. Parece el protagonista de Plenilunio, siempre con el olor húmedo y viscoso del pescado en las uñas y los dedos por más que se lave compulsivamente las manos. Marca de clase. Recuerda de dónde vienes. Quién eres.
El repartidor de paquetes tiene la cara desorientada. Buenas tardes, te puedo ayudar. Dice que sí. Que es su primer día. Es de noche. Llovizna. La furgoneta está abollada en la parte delantera. Él no tendrá ni veinte años. Es sudamericano. Imposible saber cuántos paquetes de retraso llevará. Va corriendo de una parte a otra de la manzana. Ya es la hora en la que la gente del otro lado se retira a su casa para preparar la cena. Todavía llegará esta noche algún paquete. Algo de Temu, o de Zara, o de Shein. Y aunque la verdadera historia se esconde detrás del paquete, no hay tiempo para descubrirla. Quiénes son.
El niño acompaña a su madre a lavar escaleras. Es sábado por la mañana. No puede quedarse solo en casa. Está sentado sobre la repisa del armario donde se almacenan los trastos de lavar. Parece un mocho más. Mira la tableta y juega con ella. Dicen que no hay que dejar a los niños tocar pantallas. Que es dañino para sus cerebros. Que entorpecerá su crecimiento. Qué fácil es decir, y juzgar, y recriminar. Su madre friega el suelo, pasa la bayeta, limpia el ascensor, bon dia, adéu. El niño juega a la tableta. Levanta fugazmente la mirada. Quién será.
El taxista comienza a hablar y pregunta cómo están las cosas por València. La estación de trenes queda atrás y entonces cuenta que solo se entera de lo que pasa en el mundo por la gente que entra en su taxi. Hace treinta años que no ve un Telediario. Más de cuarenta años, calcula, que no habrá leído un periódico. Ni en papel ni en digital. No consume noticias. En la radio lleva la música de Rock FM. Cuando a cada hora van a decir un par de noticias, solo con oír la sintonía él apaga la radio. No quiere saber nada. Me empobrece el alma, dice. Te ponen el Telediario y en tres segundos te han intoxicado, te han inoculado toda la porquería y te encharcan de tristeza. El taxista es hablador. Tiene más de sesenta años. Dice que su padre le puso la banderilla a los catorce para que se fuera a trabajar. Primero con su tío, de protésico dental. Desde los dieciocho que va en el taxi. Nada de noticias. Solo se entera de aquello que le cuenta la gente que entra al taxi. Un día entró una mujer diciendo que estaban estrellándose aviones contra torres en Nueva York. Pensó que estaba loca. Hace poco se enteró por una mujer de que había empezado una guerra en Ucrania. Sonríe. Señala a la luna delantera y dice: Esta es mi pantalla, y por aquí veo de todo. Porque la vida es la hostia. Puedes vivir cien mil vidas en un día. Pero eso sí: pasa rápido. Así. Y chasca los dedos.