Cinco horas sin Mazón
Ese fatídico tiempo requeriría el talento de Miguel Delibes para exprimir su ausencia en las responsabilidades de presidente de la Generalitat en el momento más crítico de la peor catástrofe
En un país normal, es decir, sin una derecha inmoral engendrada por una dictadura y sin su somatén mediático cebado con recursos públicos para amplificar relatos retorcidos, Carlos Mazón estaría políticamente muerto. Habría fallecido el 29 de octubre de 2024, en esas fatídicas cinco horas que requerirían el talento de Miguel Delibes para exprimir, con todo su néctar psicológico, su ausencia en las responsabilidades de presidente de la Generalitat en el momento más crítico de la peor catástrofe natural sufrida por los valencianos. Sin embargo, a tenor de las tendencias que apunta la demoscopia inmediata, Mazón mantiene, si no todas, buena parte de sus constantes vitales, aunque en ocasiones se mueva como un pollo sin cabeza. De poco parece haber servido que lo arrollara la indignación y la rabia de más de 130.000 manifestantes y que sigan pasándole por encima protestas y concentraciones multitudinarias de afectados e indignados exigiéndole a pagar su ineptitud con la dimisión. Ni siquiera el vergonzante festival televisivo de balbuceos, silencios, cambios de versión y borrados de llamadas en los teléfonos móviles de quienes se suponía que tenían que cuidar de la seguridad de todos nosotros. La contra narrativa del PP desde Madrid, amplificada por su orfeón desinformativo en cenáculos audiovisuales y panfletos digitales, ha conseguido verter suficiente materia confusa en el asunto como para difuminar la responsabilidad consignada en protocolo de emergencias y apartar el foco de la cara de Mazón. Si es culpa de todos, nadie es culpable.
Solo así se explica que el 60% de valencianos haya perdido la confianza en (todas) las instituciones tras la catástrofe, como revela el reciente sondeo de 40dB. Una desafección emocional que quizá no penalice políticamente a quien se lo ha ganado a pulso, pero, como ya ocurrió en los años 30 con la crisis de las democracias liberales, premia al amenazante puño de hierro de la ultraderecha y lo convierte en un atractivo poderoso no solo para quien lo ha perdido todo. Y metidos en erosiones y descréditos, la institución que sale más damnificada es sin duda la Generalitat. Por sus ineficiencias, su militarización y el endeble sentimiento autonómico de los valencianos. Pero también porque queda convertida en una plataforma consagrada a imponer el relato confeccionado en la fortaleza de Wewelsburg del PP, ahora con una televisión autonómica rendida y entregada a su causa. Mucho se va a tener que esforzar la izquierda para revertir la tendencia, algo que no logrará sin superar su tradicional división y sin un perfil más imaginativo y a la vez agresivo en la calle y en las instituciones frente a la voraz maquinaria desinformativa de la derecha y la ultraderecha. No le bastará con pedir la dimisión de Mazón ni amagar con maniobras consensuadas para apearlo del Palau. Al PP le conviene mantener su cadáver erguido y conservarlo fresco, envuelto con posverdades, enredos y trolas, para no asumir su chapuza y evitar el contagio nacional de su incompetencia. Y también para eludir por ahora el impacto interno que causaría abrir el melón de la sucesión en un partido, aunque caudillista, siempre tricéfalo, y ahora dramáticamente dependiente para todo de Vox. Si la izquierda se queda en las formalidades y a la espera de que los acontecimientos sigan su curso, los valencianos corremos el riesgo de terminar dando las gracias a Mazón por habernos hecho el favor de salir del Ventorro al anochecer, enfundarse el chaleco de emergencias y disponer que sonara el pitido catastrófico mientras moría la gente a centenares. Él incluso lo celebraría. No le falta dureza facial. Por decirlo en las palabras con las que Gabriel Miró definió al sepulturero Gasparo Torralba en Años y leguas, “se le para un tábano en la sien y no se lo siente”.