La música y la letra: Por una Constitución inclusiva

La Carta Magna adolece de una carencia fundamental: la perspectiva de género

Constitución española 1978.

Tuvo siete padres y ninguna madre; eso ya es un indicio. Solo incluye dos referencias a la palabra “mujer”; otra pista más. Y la aprobaron –de 597 diputados y senadores– un 96 % de hombres. Esa es la señal definitiva de una realidad inequívoca, un clamor sordo que pasa demasiado desapercibido. La Constitución española adolece de una carencia fundamental:...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Tuvo siete padres y ninguna madre; eso ya es un indicio. Solo incluye dos referencias a la palabra “mujer”; otra pista más. Y la aprobaron –de 597 diputados y senadores– un 96 % de hombres. Esa es la señal definitiva de una realidad inequívoca, un clamor sordo que pasa demasiado desapercibido. La Constitución española adolece de una carencia fundamental: la perspectiva de género. Hoy, Día de la Mujer, una jornada para combatir discriminaciones y avanzar en la igualdad real, es momento para una reflexión. Y que lo hagamos partiendo de un ejemplo, un caso concreto.

Ahora, por fin, se ha planteado la proposición de reforma del artículo 49 de la Constitución para sustituir la palabra “disminuidos” por la de “personas con discapacidad”. No solo eso. Se propone incluir la obligación de que el Estado garantice a esos ciudadanos el disfrute de sus derechos con “libertad e igualdad real y efectiva” en el marco de una “plena autonomía personal e inclusión social”. Es lógico que sea así. Lo ilógico es que se haya tardado tanto en amoldar la Constitución a la realidad y a la madurez cívica de la sociedad. Lo ilógico sería quedarse ahí y desatender otras actualizaciones igual de imperiosas.

Es un hecho indiscutible que la Constitución de 1978 dejó fuera a las mujeres. Era la Constitución de todos los españoles. De los varones, claro. La mujer y sus aspiraciones de igualdad no aparecen en forma de materia o problemática sectorial. La Constitución aparece pensada para un pueblo español de hombres, diputados, ministros, senadores, jueces o magistrados, en coherencia con la propia composición de las Cortes de aquel momento. Insisto: nuestra Carta Magna tuvo siete padres y ninguna madre, y solo una diputada formó parte de una Comisión Constitucional de 39 miembros. Esa composición condicionó la redacción, cuyo contenido hoy sería inimaginable. Aquella legislatura acabó en el Congreso con 19 mujeres de 350 escaños, y tan solo un 2 % de senadoras. Es evidente: una representación de estas características no podía redactar una Constitución inclusiva. Y el resultado fue el que tenemos. Que las dos ocasiones en que se menciona a la “mujer” en la Carta Magna sea, la primera, para referirse al matrimonio como cónyuge –para asegurar el derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica– y, la segunda, para privilegiar al varón en la línea sucesoria a la Corona. Esto hoy, año 2023.

¿Qué hacemos, pues? ¿Miramos a otro lado? ¿Arrastramos sine die esta anomalía democrática? ¿Nos damos por satisfechos con una modificación parcial de este o de aquel artículo? No parece una opción ni sensata ni madura. En mi opinión, los retoques cosméticos o quirúrgicos no repararán los defectos de fondo, la esencia del texto. Por ello, considero que ha llegado el momento de plantear una perspectiva de género para la Constitución. Una nueva redacción que proteja y asegure que nuestra democracia sólo pueda ser paritaria. Que la presencia equilibrada de hombres y mujeres en las instituciones es un hecho irrenunciable y parte fundamental de nuestra convivencia.

Con prudencia pero con ambición, sabiendo que es necesario un amplio consenso de las fuerzas políticas y una sólida mayoría social, es difícil oponerse a una reforma de la Constitución que tenga sentido de Estado, vocación de permanencia y perspectiva de género. Es el propio marco de la Constitución –su espíritu mismo–lo que nos obliga a consolidar en ella la agenda política del feminismo. Con un texto constitucional que no parezca pensado exclusivamente para los “varones”, sino para toda la ciudadanía. Que atienda a nuevas exigencias y derechos como la igualdad salarial, la corresponsabilidad o una concepción igualitaria del trabajo y la familia. Porque hay una paradoja kafkiana. Cualquier Administración que propone hoy una norma –hasta el documento en que se concreta un Plan de Ordenación Urbana– está obligada a redactar un informe sobre el impacto de esa norma en materia de género y de qué manera contribuye a reducir la desigualdad que sufren las mujeres. ¿Tiene sentido que eso sea así, en cada norma, y que la Constitución se quede al margen?

Hoy, 8 de marzo, cuando las calles se llenan de proclamas por la igualdad, propongo la activación de un nuevo consenso que repare las ausencias del pasado. Que incorpore a la mujer y a las políticas de igualdad en el preámbulo, en el Título Preliminar y en el Título I de la Constitución, y que también incorpore la exigencia de paridad en la composición de los órganos constitucionales. Ese es el mínimo vital constitucional. Incluso deberíamos ir más allá para que cuestiones fundamentales de dignidad humana, como son la erradicación de la violencia de género y de otras formas de violencia machista como la prostitución, formen parte de nuestro pacto constitucional. Porque las mujeres no podemos quedar al albur de mayorías o gobiernos. Ser hostil a la igualdad nunca debería poder ser una opción. La igualdad es nuestra primera obligación. Y cambiar la música y la letra de la Constitución, para robustecer esa postura ética que es el feminismo, será un indicio, una pista, una señal, de que seguimos avanzando como sociedad. Ya lo dijo Cambrils: No es piedad, es justicia.

Gabriela Bravo es fiscal y consejera de Justicia, Interior y Administración Pública

Más información

Archivado En