Los premios Gaudí ironizan sobre su propia gala
El director de la ceremonia hace un esfuerzo para aliviar la aspereza del género
Una gala donde se reparten 25 premios y dura tres horas es muy difícil de gestionar. La celebración de los Gaudí de este año, la XVII, ha sido la que ha puesto un mayor y mejor empeño en aligerar este tonelaje. Daniel Anglès, el director de la fiesta, preparó unos pocos trucos que tuvieron desigual desempeño, pero que quitaron a la gala el falso empaque de otros años. El principal argumento, al margen de los premios, fue el propio concepto de gala. La tradicional pareja de presentadores inicial fue desalojada por Pep Ambrós que, con una camiseta del Sindicat de Llogateres, tomó el control de la gala que consideraba una gran farsa y obligaba a los asistentes a hacer de “carquinyolis”. Dijo que esa gala copiada de Hollywood “no nos representa” pero, de hecho, no alteró su desarrollo. Se siguieron dando premios. Quienes los anunciaban lo hacían con una brevedad admirable y en quienes lo recibían ya abundaban más los largos agradecimientos multicolores. Si pasaban del minuto y medio, un bombero los amenazaba, pero sin mucha convicción. Al cabo de un rato, Ambrós abandonó la sala y se fue a buscar a otros profesionales del cine, eternamente ignorados en el palmarés —desde el responsable de catering al chispas— y que sin ellos no habría película. Unos profesionales que al final subieron al escenario, mientras cantaban los Figa Flawas con algún que otro problema de sonido. A Ambrós le sustituyó hasta el final Marta Torné, más clásica. Judit Martín hizo varios personajes en breves apariciones. Desde la Tati Tuset, que deambuló dos horas antes por la alfombra roja desde Instagram, al de una espectadora cabreada. Lástima que no le dieran ni un gag aprovechable. Lo único, un inteligente redondeo a las ironías sobre la propia gala cuando avisó a los espectadores que no se creyeran nada porque el papel del Ambrós protestón estaba tan previsto en el guion como el resto de la ceremonia. En fin, dentro de la aspereza del género, este año hubo un intento inteligente para darle una vuelta.
En cambio, los prolegómenos de la gala de los Gaudí fueron desacertados. El anuncio promocional quería ser una lírica metáfora sobre el cine, pero el espectador era conducido a la imagen final paseando por salones donde parpadeaban las lámparas, como si fueran el rastro de un monstruo ausente. Un camino que ronda los códigos del cine de terror y que no sirve para aproximar a la égloga final sobre la luminosidad, más bien despista. Se titula Plenitud, una alusión al contento que hay en el gremio porque el cine catalán superó en 2024 el millón de espectadores, una cifra que no se había conseguido desde 2003. Un éxito que se debe a dos películas. Pero está bien celebrarlo… que otros años han sido de mucha tristeza.
También sobra la alfombra roja. No hay consciencia de sus orígenes mitológicos. La primera que se desplegó, dice Esquilo, fue la que Clitemnestra puso a los pies del caballo de su marido, Agamenón, héroe de Troya y adúltero. Clitemnestra aguardó a que concluyera el paseo para asesinarlo. A pesar de estos antecedentes, el cine empezó a usarla en los grandes estrenos de los años veinte y los Oscar, en los sesenta. Aunque abunda en festivales y galas, la alfombra roja no siempre ha sido roja. Algunas veces, por ejemplo en los Goya, se ha asociado al color corporativo de la principal empresa patrocinadora. TV3 le dedicó una hora. Hubo llegadas en coche —por suerte no emplearon limusinas— y preparados saludos, entrevistas sin interés. Se habló muy poco de vestimentas y eso estuvo bien. La cobertura se la repartieron sin cometer errores Llucià Ferrer, Núria Martínez, María Xinxó y Pau Torres. La locución de la gala corrió a cargo de Ismael Martín y Carolina Rosich que, como siempre, dieron información muy pertinente sin molestar ni entorpecer la gala.