Intercambio de vidas: tú al piso proletario, yo a la casa con embarcadero

Es fácil acomodarse a una luminosa casa de tres plantas. Comer en su vajilla, dormir entre sus sábanas, ducharse en su baño. Pero como Cenicienta, a los 15 días se acaba el hechizo de HomeExchange

Casas en el barrio de IJburg, en Ámsterdam.Rebeca Carranco

No hacía falta entrar para entender que ese intercambio no había sido justo. Ya en el zaguán, descansaban un acogedor banco, rodeado de una pequeña higuera. Al abrir la puerta, se disipó cualquier duda. La casa se dividía en tres pisos, salpicados de flores y luz. En la planta baja, una habitación, un baño y un garaje repleto de bicicletas (más de seis), tablas de paddle surf y multitud de utensilios de bricolaje. En la primera, un salón comedor (sin televisión, sobra decirlo), con una isla y una cocina, con cafetera profesional de bar. Y en el último piso, tres habitaciones más y el baño.

Pero el plato fuerte se escondía en la parte trasera: un jardín selvático, con tres alturas, con una mesa para desayunar, comer o cenar, que descendía hasta prácticamente sumergirse en el canal. El riego automático se compartía con los vecinos, que, como todos, tenían también un pequeño embarcadero. “Por supuesto, la gente se baña”, confirmó la joven que recibió a los inquilinos y les dio las llaves. De fondo, el griterío y el estruendo del chapuzón de varios chiquillos daban fe de ello. Todo, regado de luz y alegría.

Tenía que ser un sueño. Una casa a la que aspira cualquier ciudadano de clase media (esa clasificación a la que todo el mundo cree pertenecer, pero que en realidad ya no existe), en Ámsterdam. Pero no en cualquier sitio, en IJburg, un barrio construido a principios de los dos mil, sobre una de las islas de la ciudad. Calles anchas, casas grandes, parques, tranvía y un porrón de bicicletas arriba y abajo conducidas por sus sonrientes propietarios, entre teslas eléctricos y motos despistadas. Heladerías, bares de café gourmet y tiendas para niños y adultos a 100 euros el par de zapatillas.

La felicidad era prácticamente total, salvo por esos pequeños momentos en los que se pensaba en la experiencia de los amables anfitriones que habían intercambiado su casa de clase media perfecta en Ámsterdam por un piso proletario en las afueras de Barcelona. Un cuarto, interior, en una mole de cemento de 10 plantas, con tres viviendas por rellano y dos escaleras. Y en agosto, con aire acondicionado apenas en el comedor. Una familia de cinco, que vivía entre plantas, riegos automáticos y un embarcadero, encerrada en un bloque de pisos del desarrollismo franquista, en una ciudad donde las cucarachas forman parte del paisaje.

El pack de bienvenida tampoco ayudó a mejorar la sensación de desigualdad. Sobre la mesa de la cocina holandesa esperaba un surtido variado de dulces holandeses: wafels, galletas, bizcochos… Y una postal de unos señores en bici donde, además de una buena estancia en una casa que se animaba a disfrutar como si “fuese propia”, se invitaba a abrir la nevera. Allí esperaba la segunda parte de su delicioso recibimiento: quesos, salsas y demás…

La punzada en el corazón ante semejantes agasajos fue lacerante. Por mucho que se intentase, era imposible no pensar en esa afable familia en Barcelona, cruzando el recibidor atestado de chaquetas de invierno en pleno verano, caminando a tientas hasta el salón, y allí, encima de la mesa, descubriendo la reluciente y solitaria botella de licor café. Un obsequio de unos anteriores huéspedes reutilizado como regalo para los nuevos inquilinos. Con una nota, eso sí, garabateada a última hora, en una hoja mal arrancada de una libreta. Si se esforzaban mucho, podrían adivinar un escueto “¡feliz estancia!”.

Pero tampoco había que perder demasiado el tiempo pensando en esas cosas. La experiencia HomeExchange permitía durante 15 días vivir la vida de otros. Sentirse el cocinero y la psicóloga holandeses, padres de tres adolescentes, que viven cómodamente en una casa de tres plantas a las afueras de Ámsterdam. Además, habían dejado sobre la mesa las llaves de uno de sus dos coches. “¡Cogedlo!”, animaban en el grupo que crearon (ellos) para cualquier inconveniente que pudiese darse durante las vacaciones. A cambio, solo pedían una cosa: regar las plantas.

En dos semanas da tiempo a hacer propia una casa ajena. Acostumbrarse a comer en su vajilla, dormir entre sus sábanas y ducharse en su baño. Como si coger la tabla de paddle surf un miércoles por la tarde fuese lo habitual. Como si desplazarse en bicicleta con preferencia de paso fuese lo lógico. Como si saludar al vecino, desde el jardín, sacando la cabeza entre la pequeña valla de madera estuviese a la orden del día. Como si la calma, la luz y la claridad en una vivienda amplia y cómoda marcase la rutina diaria.

En el lado barcelonés, quizá costase un poco más. En lugar de paddle surf en el canal, se podría bajar a la playa, cargando los enseres bajo un sol achicharrante durante casi dos kilómetros. Y una vez conquistada una pequeña porción de arena, disfrutarían del agua turbia delante, y la ronda del litoral detrás. En bicicleta, deberían habituarse al mal humor de los conductores de coches, molestos por la invasión de gente a pedales en una ciudad donde mandan los tubos de escape. A los vecinos, como mucho se les podría saludar en el ascensor. De desayunar en el balcón, no podía descartarse que se autoinvitase alguna cucaracha voladora de las que pueblan la ciudad (en unos barrios más que en otros).

Pero como Cenicienta, a los 15 días se acababa el hechizo de HomeExchange. La casa con embarcadero vuelve a ser el piso abigarrado; la bicicleta; el Seat de gasolina; los wafles, el licor café. Y al revés, para bien de los holandeses, a quien nadie diría que hubiese molestado su viaje por el proletariado catalán. “Hemos estado muy bien en Barcelona. Pasar el tiempo en una ciudad tan vibrante y poder caminar hasta la playa ha sido fantástico”, escribieron en su reseña. Alabaron las bondades de la portera, la multitud de tiendas abiertas hasta las tantas, y los alrededores de la ciudad. A cambio, recibieron una escueta respuesta: “Estuvimos de maravilla”.


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