El fuego pudo a la lluvia y a los propios Rammstein en Barcelona
La banda hoy da más risa que miedo, su intimidación es colegial y lo único que queda por averiguar es si tienen sentido autoparódico
Si la realidad está poniendo cada día más difícil el trabajo a los humoristas con la competencia desleal de políticos cada día más adictos a la astracanada, la brutal violencia que vive el mundo y las redes está convirtiendo a Rammstein en lo que es: un espectáculo que quiere intimidar, pero que acaba mostrando sus costuras infantiles. Y cuanto más grande es el escenario en el que los alemanes escenifican su apocalipsis, más infantil y elemental parece su puesta en escena.
Con la lluvia como acompañante del concierto del martes en el Estadio Olímpico, la banda recurrió a sus infernales efectos especiales basados en bengalas, explosiones, cohetes y lenguas de fuego, pero a medida que crece su enormidad el grupo pierde el hilo del espectáculo realzando lo que antaño era un complemento central, pero complemento al fin y a la postre.
Hoy Rammstein da más risa que miedo, su intimidación es colegial y lo único que queda por averiguar es si tienen sentido autoparódico. En el Olímpico, llenó unas 52.000 personas mojándose como bomberos con el viento en contra, pareció que sí, que no se puede salir a un escenario vestidos como iban sin que eso signifique que se ríen de sí mismos. Especial mención para el teclista, en plan burbuja Freixenet con un tocado solar de aspecto vegetal perfecto para llamar la atención en el Sónar, cuyas pruebas de sonido salpicaban de graves la plaza Espanya. Los gestos de masculinidad y testosterona, el cantante y el bajista, éste con torso desnudo, se dieron simulados cabezazos de alce en celo en el tramo final durante Du Riechst So Gut, la física marcialidad de ritmo y de gestualidad en su cantante Till Lindemann, amplificada con una cavernosa voz y el puntual lucimiento de un micro rematado en cuchillo carnicero, así como la consideración de cualquier asomo de sutileza como un anatema, hacen del grupo un sólido ladrillo que avanza impulsado por un sonido devastador. Las mejores notas de humor, negro, por supuesto, las dieron al abrasar a un niño/muñeco en su cochecito de bebé durante Puppe, pieza que remataron con lo mejor de la noche en cuanto a escenografía, una lluvia de confetis oscuros que se antojaron una amenazadora nube de insectos que además, o por su propulsión o por las condiciones atmosféricas, no se lanzaron para luego descender sobre la masa, sino que trazaron trayectorias circulares propias de seres vivos. Lo más intimidante de la noche.
Lo mejor de esa noche que volvió a patentar que en un concierto lo mejor es el público, estoico bajo la lluvia, superado el barrizal de subida, paciente, también bajo la lluvia, en los cuellos de botella de unos controles de acceso en los que solo faltaban vopos (Volkspolizei) de la RDA, fue el comienzo del concierto. Las ocho primeras canciones fueron pautadas, en especial Links 2 3 4 y Keine Lust por riffs metálicos y pesados de guitarra cayendo como hachazos sobre un ritmo consistente e implacable. Cabezas de arriba abajo rindiéndose en masa a tal fantástica desmesura. Hasta la sexta pieza, Mein Herz Brennt, no hubo fuego, en la séptima quemaron al “bebé” y en la novena, Zeit, lenta y con deriva operística, la cosa comenzó a perder fuelle.
La confirmación vino con un largo interludio de la mano de Deutschland servida en plan mix electrónico con cuatro figurantes en escena ataviados con motivos fluorescentes. Eran como unos Kraftwerk de mercadillo. A partir de este punto, todo y que siguió el Deutschland original, el artificio restó protagonismo a la música y el concierto se fue parando con las gracias flamígeras de estos incendiarios. Para quemar al teclista, se lo merecía por sus pintas y por su manía de tocar mientras camina sobre una cinta transportadora, se tiraron una minutada, como cada vez que de nuevo apareció el fuego. Suerte que por ahí estaba Du Hast, una patada, un señor tema, para elevar los ánimos con el titánico metrónomo de sus guitarras y un volumen que a buen seguro se oyó bastante más allá del Olímpico. Tras la operística Sonne, con fuegos de artificio de pueblo pequeño en fiestas, el grupo montó el ritual de dar por finalizado el concierto. Saludaron en la boca del escenario ante la indiferencia del público, que sabía que aquello no acababa y siguió a sus cosas sin ni tan siquiera pedir el bis. Otra muestra de infantilidad de Rammstein, la maestra que amenaza en la guardería ante la indiferencia de las criaturas. Curiosamente este descanso, hasta los más machotes necesitan secarse en camerinos, propició un momento francamente divertido, pues las cámaras fueron captando rostros del público hasta caer de forma recurrente en una marioneta, Elmo, presuntamente enguantada en un anónimo espectador-a y cuyo encuadre generaba la hilaridad y griterío del público cada vez que tenía lugar. Una efectiva ingenuidad.
Fue mejor reír para prepararse para el baladrón a piano Engel, que ejecutado, nunca mejor dicho, en el escenario secundario, en un lateral de la pista, fue metálico a más no poder, concretamente un chapón. Como en su primer concierto en Barcelona en 1997, en el extinto Garatge, aparecieron las zodiac, esta vez tres, para devolver a los músicos al escenario principal transportados por la masa sobre cientos de manos. Lanzallamas, más fuego, explosiones, chispas y un final con Rammstein y Adieu para certificar que Rammstein, a cuya música cuadrada sienta el alemán como el napalm a Apocalypse Now, no puede perder ni hilo ni dinamismo con paradas para chamuscar. O esa calcinación se integra más en el ritmo del concierto o este padecerá como lo hizo en el Olímpico, cuyo repertorio, además, tuvo pulso irregular entre Zeit, noveno tema, y Ausländer, el decimosexto. Aún con todo, un rato de Rammstein abrasa.
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