De la oscuridad absoluta a la orgía cromática

El festival Mutek, que se despide este fin de semana, abraza los extremos con Autreche, Martin Messier y Daito Manabe

El artista Martin Messier, durante un momento de su actuación.

Estreno en el Apolo de una nueva edición del festival Mutek. Lleno absoluto. Ofician Autechre , icónicos artistas de la música con alma experimental. Dos cosas claras en las actuaciones del grupo. Primero es que lo importante es el sonido, no la imagen, así que igual que en sus últimas actuaciones en Barcelona, dentro de la sala es noche polar. Sólo cuenta el sonido, y percibirlo adecuadamen...

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Estreno en el Apolo de una nueva edición del festival Mutek. Lleno absoluto. Ofician Autechre , icónicos artistas de la música con alma experimental. Dos cosas claras en las actuaciones del grupo. Primero es que lo importante es el sonido, no la imagen, así que igual que en sus últimas actuaciones en Barcelona, dentro de la sala es noche polar. Sólo cuenta el sonido, y percibirlo adecuadamente es lo único que explica que el público se sitúe mirando al escenario, mirando a la oscuridad. Algunas personas, creyendo estar en un concierto de Chemical Brothers, manifiestan enojo por la ausencia de estímulos visuales. Como quejarse de la hosquedad de Dylan o Van Morrison en escena. Segundo aspecto: prever los acentos rítmicos en el programa musical es tan imposible como acertar dónde caerá la siguiente gota en un chubasco que arrecia o languidece en cuestión de décimas de segundo. Carece de sentido. Pérdida de tiempo. Autechre son únicos.

Y esta vez no tuvieron que apretar las clavijas de la radicalidad. El sonido, nada agresivo, en un volumen agradable, con presencia, pero no hiriente, redondeó una propuesta que tampoco quiso desquiciar. Sí, hubo como siempre ruido y frecuencias inclasificables, pero también breves y esqueléticos apuntes melódicos e incluso algún beat en el que podía preverse el siguiente acento, acertar con la gotita que cae. Eso llevó a más de uno, ellos suelen carecer de sentido del ridículo, a bailar de aquella manera, aunque bailar con Autechre es lo mismo que leer el Ulises de Joyce en el retrete: poder se puede, pero hay que tener muchas ganas. La sesión, de ambientes cambiantes, fue un espacio abierto a la sorpresa, a la mutación, una muestra de que la electrónica en directo es, entre otras cosas, organizar allí mismo todos los posibles sonidos del universo en un caos estructurado que fluye con naturalidad, si ello no es un oxímoron. Todo acabó como acaban estas cosas, porque sí. Seco y brusco corte, paso al silencio, luces de sala encendidas y final del estreno del Mutek, quince años de artes electrónicas. Arranque muy brillante. Y oscuro.

La siguiente cita, ya en jueves, ofreció tres formas de acercarse al mundo digital. La primera llegaba, como la tercera, de Japón. La delicada figura de Hatis Noit (estos términos significan tallo de la flor de loto, que en la tradición nipona une el mundo viviente con la raíz de la planta, el mundo espiritual) ocupó el escenario con dos micros y pedaleras que accionaba descalza para jugar con su voz, única fuente de sonido. En el rostro, perpendicular a la nariz, una especie de pluma, inorgánica, rematada en puntas que recordaba los abalorios que atraviesan el apéndice nasal en algunas tribus amerindias. Lo del nombre pintiparado, pues Hatis Noit usa su excelente voz en clave de música tradicional japonesa, dejes operísticos, alma minimalista y espíritu experimental. Su voz, sampleada en directo y lanzada en loops para estructurarse en capas, flotó en Paral·lel 62. Lo tradicional y lo contemporáneo. Fuera de lo sampleado en escena sólo sonó el mar en un tema para evocar la catástrofe de Fukushima. Otro tema evocó su tierra natal, la isla de Hokkaido. Ella vive en Londres, pero su música evoca su país. Como la flor de loto.

El grupo Autechre en una actuación del Sónar de Barcelona en 2015. Xavi Torrent (WireImage)

La segunda actuación fue las antípodas de Autechre, un espectáculo visual tan sencillo como plástico e impactante. Lo desarrolló el canadiense Martin Messier mediante unos haces de luz, hasta quince, que con forma circular descendían del techo hasta el suelo del escenario, y en cuyo interior otras partículas de luz, de consistencia variable hasta asemejarse al agua en diversas texturas y flujos, descendían por el interior de los haces, convertidos así en cursos transparentes por cuyo interior discurría luz de apariencia líquida. El concepto evocaba la homeostasis (equilibrios de los organismos vivos que mantienen su estabilidad intercambiando energía con el entorno) y la delicadeza y fragilidad de los océanos y su transporte de energía y calor mediante sus corrientes. Todas las permutas de ritmo de los haces, cambios de intensidad, frecuencias de paso de los “líquidos” internos, interrupciones en su flujo y velocidades de paso deslumbraron en esta instalación en la que el sonido iba acompasado con lo que, siempre en blanco, veían los ojos. Bello, frágil y delicado.

El cierre de esta sesión ya fue de traca. Corrió a cargo de un asiduo del Sónar, el festival que nos ha acostumbrado a lo inusual. Daito Manabe, que sin ser visto en escena, ocupada por una enorme pantalla, desarrolló un espectáculo que funcionó como un alud. Comenzó tranquilo, con sonidos, frecuencias y ruidos que eran acompañados por imágenes que evocaban mundos vivientes diminutos y geometrías biológicas de contornos en contracción y expansión. Poco a poco, con la introducción de voces, ritmo sin acelerar y teclados en loop, emergió la melodía ambiental sobre texturas ya en color donde mandaban los azules. Fue la parte más hermosa del pase, que en lo plástico viró luego al ocre mostrando superficies erosionadas que podían evocar pieles agrietadas y a una formulación cada vez más puntiaguda y poliédrica del sonido, que iba ganando ritmo a ojos vista. La aparición de figuras humanoides en mutación constante dio paso a aproximaciones al techno y al drum&bass que pusieron en movimiento a un público sentado que seguía la creciente intensidad con sacudidas de cabeza. El ritmo acudía puntual. El crescendo marcó el tercio final de la actuación de Manabe, mientras ya eran los troncos del respetable quienes se movían en la butaca a medida que las capas de sonido se superponían y las figuras humanoides se deshacían y recomponían en un calidoscopio de colores. Final por todo lo alto.

Y ya en este fin de semana, el festival propone la oferta más lúdica en sesiones en las que ya el baile solicita su cuota de protagonismo. Artistas como Jlin, cuyo último y estupendo disco no es precisamente bailable, Ricardo Villalobos, Actress o Sofia Kourtesis reinarán en la noche para despedir el Mutek. En danza.

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