La hamburguesa y la lechuga

Aragonès necesita dar imagen de fuerza de cara a las elecciones catalanas, frente a la oposición, pero más aún frente a su propio partido

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, con consejera de Presidencia, Laura Vilagrà, y el que era su jefe de su gabinete, Sergi Sabrià.Quique García (EFE)

Explicar que se asciende a vicepresidenta a Laura Vilagrà para reforzarla en la negociación con el ministro Félix Bolaños es como justificar que uno se come una hamburguesa en lugar de una ensalada porque ha subido el precio de la lechuga. Un pretexto con algo de verdad, pero que oculta la causa principal: que nos gusta más la hamburguesa o que Pere Aragonès necesita dar imagen de fuerza a su Gobierno de cara a las elecciones catalanas. Sean cuando sean. Y lo necesita frente a la oposición pero incluso más frente a...

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Explicar que se asciende a vicepresidenta a Laura Vilagrà para reforzarla en la negociación con el ministro Félix Bolaños es como justificar que uno se come una hamburguesa en lugar de una ensalada porque ha subido el precio de la lechuga. Un pretexto con algo de verdad, pero que oculta la causa principal: que nos gusta más la hamburguesa o que Pere Aragonès necesita dar imagen de fuerza a su Gobierno de cara a las elecciones catalanas. Sean cuando sean. Y lo necesita frente a la oposición pero incluso más frente a su propio partido. Frente a Oriol Junqueras, que aún en noviembre sembraba dudas sobre sus intenciones de ser de nuevo presidenciable (“Estoy aquí para intentar ayudar al país, al presidente Pere Aragonès y a todo el mundo”, dijo en el 3/24, algo que a todo el mundo le pareció demasiado críptico, incluso para lo habitual en el líder de ERC). Y también frente a una militancia tentada de confiar más en el carisma de Junqueras que en la discreción correcta pero gris del actual president.

Pere Aragonès acumula problemas como la sequía, el nivel educativo del alumnado catalán, la crisis permanente de la sanidad pública, pero su imagen está lastrada especialmente porque le correspondió gestionar el pinchazo del globo del procés. A Carles Puigdemont nadie le ha pedido nunca cuentas de la gestión de su Govern, porque a nadie le importaba: sólo contaba “el desafío independentista”, a favor o en contra. Quim Torra fue la versión B del anterior -y encima le tocó la pandemia, que pilló desprevenido a todo Dios y que cada uno gestionó como pudo. En cambio, no es fácil ser quien abre las luces de la discoteca y avisa a la gente de que se acabó la fiesta y toca volver al curro. Por eso, el president de la Generalitat ha decidido tomar de un brazo a Laura Vilagrà (que llegó como próxima de Junqueras a través de su abogada Estefanía Torrente pero también como próxima de Aragonés en las Juventudes de ERC) y del otro a Sergi Sabrià (a quien no duelen prendas de entrar al choque directo con Junts per Catalunya), para que le aúpen como líder fuerte y mediático. O lo intenten al menos.

La oposición lo ha detectado fácilmente y se lo ha echado en cara; a ver, si sabrán ellos lo que es electoralismo; el socialista Salvador Illa lleva meses presentándose como la force tranquille, a lo Mitterrand -salvando las distancias-, y el juntista Albert Batet ha soltado incluso un lema de campaña: “la única alternativa para tener un país mejor y un país más libre es Junts per Catalunya”. En Vox y en el PP urgen a convocar elecciones antes de que la amnistía pase de moda como arma arrojadiza -bueno, no lo dicen así de claro, por supuesto-, y hasta Carlos Carrizosa se ha atrevido a afirmar que “hay una alternativa de futuro, y es Ciutadans”. Sí, ha dicho “de futuro”.

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