Opinión

Los doce de octubre

A Santiago, predicador, pacífico y andarín, la tradición le fue transformando en el mítico jinete guerrero

Colón desembarcó en las Bahamas un doce de octubre, tras su primer viaje trasatlántico. Sin saberlo ni quererlo había descubierto América. Después vinieron siglos de conquistadores y predicadores, aventureros, exterminadores y expoliadores, gobernadores y comerciantes. La celebración de este excepcional acontecimiento histórico, como no podía ser de otro modo entonces, acabó absorbida por la Iglesia, y adscrita a una veneración religiosa.
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Colón desembarcó en las Bahamas un doce de octubre, tras su primer viaje trasatlántico. Sin saberlo ni quererlo había descubierto América. Después vinieron siglos de conquistadores y predicadores, aventureros, exterminadores y expoliadores, gobernadores y comerciantes. La celebración de este excepcional acontecimiento histórico, como no podía ser de otro modo entonces, acabó absorbida por la Iglesia, y adscrita a una veneración religiosa.

Hoy parece irrelevante el origen de esa veneración. El protagonista del relato es Santiago apóstol, (con todas las variantes del nombre: Sant Yago, Sant Jaume. San Jaime etc.). Según una tradición no documentada, este discípulo de Jesús cruzó el Mediterráneo y llegó a la península ibérica para predicar su nueva religión. Se discute dónde desembarcó, porque todos quieren que fuera en su tierra. Algunos dicen que entró por Tarraco o Barcino. Lo más probable, si es que existió tal viaje, es que se adentrara en la Hispania romana por el valle del Ebro. El 2 de enero del año 40 llegaría a Cesaraugusta, y sobre una columna de jaspe de más de 1,70 centímetros de altura, se le apareció la madre de Jesús, que en ese momento vivía en Palestina, en un doble prodigio milagroso de ubicuidad y equilibrismo estilita. Sobre esa columna construyó una humilde capilla, y sobre ella surgieron sucesivos templos, hasta la actual basílica-catedral. A Santiago, predicador, pacífico y andarín, la tradición le fue transformando en el mítico jinete guerrero que ochocientos años después, en Clavijo, cobraría el sobrenombre de matamoros. Otros ochocientos años después, el siempre cortesano y adulador Quevedo, en un extenso texto dedicado al Conde Duque de Olivares, polemizaba sobre la prioridad de Santiago sobre Santa Teresa para ostentar el patronato de España, y en mérito del santo aducía que “ha muerto a 11.080 moros peleando personal y visiblemente”. Pobre predicador indefenso, que acabó decapitado en Jerusalén y enterrado junto a su cabeza en Compostela. De aquella tradición solo queda el pilar con su templo, y la veneración popular, con su fiesta.

La conexión del Pilar con el doce de octubre fue muy posterior. La concedió el Papa Clemente XII a petición de Felipe V. Para algún historiador la elección de la fecha no es casual. El primer Borbón, tras derrotar a la Corona de Aragón, derogó sus fueros, y les arrebató su símbolo más querido, su patrona, la Virgen del Pilar, declarándola patrona de la España unificada y centralizada, una especie de “café para todos”, vinculándola a la fecha simbólica del nacimiento del imperio trasatlántico. La historia ha ido diluyendo aquella vinculación político-religiosa. Por un lado, el doce de octubre político fue “día de la raza” (¿de qué raza?) y luego de la hispanidad, hasta que, finalmente, desde 1987 sea, asépticamente, fiesta nacional, con sus desfiles militares, sus reyes y princesas, y sus energúmenos patrioteros malcriados, devotos de la cabra legionaria. Por otro lado, el doce de octubre religioso se fue haciendo laico. Para Aragón es su fiesta, con su devoción y su jolgorio. Para todos los demás, otro puente festivo.


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