A vueltas con la formación inicial docente: entre Melville y Beckett

Resulta del todo peligroso que el Gobierno tenga la exclusiva para decidir lo que es la función docente. La profesión se aprende en la universidad y el oficio se adquiere en la escuela

Imagen de archivo de una clase de primaria.

El profesorado sigue en el punto de mira de las políticas educativas. Un tópico manido afirma que la calidad de la escuela tiene su techo en el nivel de formación de su profesorado. La ecuación parece sencilla y hasta natural: a más preparación de este, mejores resultados educativos. No deja de ser una verdad a medias. Pero en educación no todo es blanco y negro.

La formación inicial docente se rige por un...

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El profesorado sigue en el punto de mira de las políticas educativas. Un tópico manido afirma que la calidad de la escuela tiene su techo en el nivel de formación de su profesorado. La ecuación parece sencilla y hasta natural: a más preparación de este, mejores resultados educativos. No deja de ser una verdad a medias. Pero en educación no todo es blanco y negro.

La formación inicial docente se rige por una normativa central cuya aplicación corresponde a las universidades, con un margen de maniobra escaso en los planes de estudios: unos contenidos marcados. Además, la precariedad laboral del profesorado universitario, que alcanza cotas peligrosas en algunas facultades de Educación, siempre muy por encima de otras áreas académicas, no acompaña. Si a esto añadimos la competencia, a menudo desleal, que se está produciendo en el mercado español de la formación inicial, se complican más las cosas, sobre todo con la proliferación reciente de universidades de dudosa excelencia. El termómetro para medir esta calidad lo tenemos en las escuelas que reciben a estudiantes en prácticas, y muchas de estas universidades no salen bien paradas. Indaguemos ahí. Como se decía, una verdad a medias.

En este marco desfavorable, la universidad aprovecha las grietas del sistema para lanzar nuevas propuestas, con medidas que regulan el acceso a los estudios. El principio está claro: hay que seleccionar a los mejores jóvenes; no todo el mundo vale para esta profesión. Sin embargo, en nombre de la cantidad se somete la calidad: como no alcanzan los números para mantener el negocio, hay que eliminar trabas y que acceda cualquiera; el sistema no lo notará. A ello, las administraciones miran hacia otro lado y siguen igualando por abajo. Se llega a decir que tanta disparidad no es buena y que hay que salvar la patria de la educación con medidas recentralizadoras. Incluso intelectuales de referencia proponen que la formación docente sea tarea exclusiva de las escuelas, ya que las universidades han demostrado su palmaria inutilidad. Los más moderados proponen desaprender lo aprendido en la universidad. Un absurdo sobre otro. El techo de la calidad educativa reside más en el abusivo y obsesivo grado de intervención de las autoridades que en la preparación de sus docentes.

Llegados a este punto, conviene situar el papel de cada uno. Resulta del todo peligroso que el Gobierno tenga la exclusiva para decidir lo que es la función docente. La formación universitaria debe asumir la autoridad que le otorga la investigación para definir, junto con los agentes sociales, lo que es la profesión docente. Y la escuela sirve para aclarar las cosas y bajar al terreno: la profesión se aprende en la universidad y el oficio se adquiere en la escuela. No hay más. Entre Bartleby y Godot: entre prefiero no hacerlo y esperando no sé qué. Esta es la situación de la formación inicial docente en España.

Enric Prats es coordinador del Programa de Mejora en la Formación de Maestros

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