Crónica de un primerizo en Sant Jordi

Un relato personal de la primera vez del autor de ‘Días para ser gato’ y ‘En mi casa no entra un gato’

Pedro Zuazua, en el centro, defendido por Mía y Atún, sus dos gatos.Jessica/Libros y Estrellas

Tanto insistí que al final no les quedó más remedio que invitarme a venir.

Por darles contexto: he escrito dos libros sobre uno de los temas más importantes de los menos importantes: los gatos. Mi editorial -Duomo- afincada en Barcelona, capeaba con paciencia mis insistentes peticiones para traerme a Barcelona en Sant Jordi. El argumento era convincente y empático: “Es que a lo mejor vienes y no firmas ni un libro”. Este año, por fin, logré ablandarlos y me consiguieron un par de firmas. Hubo, eso sí, que insistirles bastante en que mi corazoncito de escritor no se vería lastimado si lo...

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Tanto insistí que al final no les quedó más remedio que invitarme a venir.

Por darles contexto: he escrito dos libros sobre uno de los temas más importantes de los menos importantes: los gatos. Mi editorial -Duomo- afincada en Barcelona, capeaba con paciencia mis insistentes peticiones para traerme a Barcelona en Sant Jordi. El argumento era convincente y empático: “Es que a lo mejor vienes y no firmas ni un libro”. Este año, por fin, logré ablandarlos y me consiguieron un par de firmas. Hubo, eso sí, que insistirles bastante en que mi corazoncito de escritor no se vería lastimado si los lectores me ignoraban. No saben lo que es vivir con dos gatos.

Llegué a Barcelona el sábado. Después de una parada técnica de casi una hora en Zaragoza, el tren alcanzó la estación de Sants. Directo a casa de mi amiga Covadonga -siempre que viajamos, los asturianos intentamos quedarnos en casa de una Covadonga o de un Pelayo-, porque los precios de una noche de hotel estaban por las nubes y la confianza de la editorial alcanzaba hasta un Madrid-Barcelona en Ave. Ida y vuelta, eso sí.

Después de comer, asistí a un par de fiestas previas a Sant Jordi. En la de La Vanguardia me crucé con Elvira Lindo, Rosa Montero, Ray Loriga, Héctor Abad, Jordi Amat o Juan José Millás. Al saber que era mi primer Sant Jordi, todo el mundo con el que hablaba me insistía en lo especial que es esta fiesta. “Vas a flipar”, era el principal argumento -muy literario, por cierto-. Yo, que en esto de las expectativas soy bastante descreído -trabajo en el mundo de la comunicación- pensaba que bueno, que sí, que estaría bien la cosa, pero que igual era mejor que rebajaran un poco el tono, por si acaso. Use Lahoz me insistió -”vas a flipar”- y, cuando le dije que mi editorial me había puesto en alerta sobre la posibilidad de no firmar ni cheques, me dijo: “¡qué va, hombre! Con los libros de gatos firmas seguro!”. Todavía no he logrado descifrar el sentido real de la frase.

Lahoz hizo de cicerone de las cosas que realmente importan y me recomendó que, antes de volver a casa, me pasara por El Giardinetto, un restaurante y bar de copas diseñado a principios de los 70 por Alfonso Milá y Federico Correa y que surgió de la mente del fotógrafo Leopoldo Pomés. Lahoz Insistió tanto que no sabía si me estaba gastando una broma o es que el asunto de la gestión de expectativas era una tarea pendiente de la sociedad catalana. Pero no, resulta que aquello es como entrar en un cuento. Un cuento elegante, con un toque surrealista, acogedor y de color verde. Cuando Poldo, que dirige el local desde 2012, llegó, decidió que era el momento de poner música. Se agachó tras la barra y encendió el reproductor. Fue como si la noche emprendiera un rumbo nuevo. Hacia lo desconocido -para los debutantes- y hacia la tradición -para los veteranos de Sant Jordi-.

Ahí me arrepentí un poco de haberme comprometido a acudir a la foto de autores que se hacía el domingo por la mañana en la Rambla. Pero había dado tanto la tabarra para venir a Barcelona este 23 de abril que decidí retirarme a tiempo e intentar aparentar cierta profesionalidad.

A las 8 de la mañana del domingo estaba en pie. Bajé caminando por Gràcia. Con mi camisa de gatos y mi americana azul marino. Hecho un pincel.

Aún no había mucha gente pero era impresionante la cantidad de puestos, stands y escenarios que se habían montado durante la noche anterior. Por el camino, dos señores bajaban hablando:

-”Hay que ver… con lo que nos gusta la lectura y los líos que montamos a veces”, dijo uno.

-”Es que no es tanto cuestión de leer mucho, sino de leer los libros correctos”, le replicó su amigo.

De camino al Palau de la Virreina -el lugar donde se haría la foto- me crucé en plaza Catalunya con una cola larguísima de personas con libros en la mano. No eran ni las 9:30 de la mañana.

Al llegar al palacio, desayuno de café, chocolate y croissants. Y también bullicio y algarabía. La alcaldesa Colau ofreció un discurso emocionado y emocionante. Habló de celebrar la vida, la cultura y el amor a las flores. Aseguró que esta es “la fiesta más bonita del mundo”. Lo hizo todo en catalán, y un asturiano que no parla ni mica lo entendió perfectamente. Sobre todo la emoción.

Nos hicimos una foto en la que es bastante improbable que se me vea y salimos para Gràcia. Laia, mi editora, empezó a contarme una anécdota sobre una firma con Eduardo Mendoza en la que había tanta gente que hubo que recurrir a la policía. Cuando se dio cuenta de que aquello podía jugar en contra de mi confianza, añadió: “pero bueno, he visto muchos súper ventas que no firmaban nada, ¿eh?”. Gracias por la mentira piadosa, Laia.

A las 10.30 horas ya era consciente de que de mala gestión de las expectativas, nada. La cantidad de gente que había en la calle era tal que parecía que toda la ciudad había salido a la calle. Repito: a las 10:30. En lo alto de la Rambla las manos alzaban los móviles para intentar captar la multitud.

En el inicio de la subida de Gràcia empezaba otra cola. Podría intentar alargar este párrafo para explicarles lo larga que era, pero sospecho que me extendería más allá de lo recomendado por los gurús de las lecturas en internet. Y aún así me quedaría corto.

“Disculpe, ¿para qué es esta cola?”, le pregunté a un señor que acompañaba a su hija.

Él se giró hacia su hija y le preguntó: “¿para qué es esta cola?”.

Eso es amor de padre. De padre lector.

La cola, por cierto, era para la firma de Alice Kellen.

La mañana avanzaba y avanzar por la calle se convertía en una pequeña heroicidad. Nunca había visto a tanta gente junta celebrando la lectura en particular y la vida en general. Había en el ambiente una carga de alegría y de ilusión bastante importante.

A las 12 en punto llegué a mi primera firma. En la carpa de Libelistas, en el entronque de Gran Vía y Gràcia. Para mi alivio, tenía dos lectoras esperando -chúpate esa, editorial-. En 45 minutos, pasaron unas 30 personas por allí. Emma, una joven lectora barcelonesa, me entregó un retrato de mi gata y otro mío. También me dieron rosas para Mía, mi gata, que unos días antes las había pedido en su perfil de Instagram que le llevaran rosas.

Terminada la primera sesión de firmas, tocaba la segunda y última. Aquí debo señalar que los escritores de verdad tienen una agenda de firmas que parece un sudoku.

Llegar a la librería Maite por cualquier medio de locomoción que fuera por encima del suelo era físicamente imposible. Tal era la canditad de gente. Tomé el metro junto a Àngels, editora de Duomo, y llegamos a nuestro nuevo destino.

Era ya la última hora de la mañana y, como es lógico, se iban acumulando retrasos. De tal manera que me tuvieron que abrir un hueco entre Susana Rubio y Manuel Loureiro, que estaban firmando allí a muchísima gente. Fue un poco como cuando organizas una cena y se te va de las manos la convocatoria, que tienes que apiñar un poco a los comensales.

Lo de abrir el hueco era literal. A mí me tocó pata. También pasarme 20 minutos viendo cómo mis compañeros de mesa firmaban sin parar y a un servidor no le hacía caso nadie. Es más, como estaba rodeado por los dos, sus lectores se ponían frente a mí para verlos a ellos. Y yo me iba empequeñeciendo cada vez más y más detrás de los dos cartones pluma de mis gatos.

Eso sí, me dio para escuchar una maravillosa conversación de Loureiro con un lector. Le abrió un ejemplar de La ladrona de huesos, le marcó con rotulador la página 37 y le dijo que, si llegaba ahí y era capaz de abandonar la lectura, en el próximo Sant Jordi se comía las tapas del ejemplar. Pensé en utilizar la misma táctica, pero en primer lugar no tenía con quién y, más importante, miraba las tapas de mis libros y no me parecían muy apetecibles.

Una vez se fue aligerando la carpa de la librería, me ubicaron en un espacio bastante mejor. Es más, parecía el dueño de todo aquello. Estaba a punto de darle la razón a mi editorial -a ver, ahora nos reímos, pero veinte minutos mirando al infinito sin firmar, rodeado de gente que no para de vender libros, se hacen bastante largos-, cuando empezaron a aparecer lectores.

Antes, eso sí, vino una niña a hojear el libro. Cuando le pregunté si tenía gato, me contestó que no y huyó despavorida. Quizá pensó que iba a evolucionar la estrategia de venta de Loureiro y llevarla hacia la temática de mi libro, de tal manera que me tendría que comer un gato. Pero no, les juro que ni tan siquiera quería hacer una venta. Solo quería saber si tenía gato.

Lo que yo sí tenía eran tantas ganas de firmar algo que a los primeros lectores que aparecieron en esta segunda parada les escribí prácticamente un capítulo nuevo en la dedicatoria.

A las 14 en punto nos pusimos a recoger el tenderete.

Había firmado, en total, unos 40 libros.

Bea, mi novia, vino a buscarme. Le regalé una rosa y ella me regaló Los años, de Annie Ernaux.

“Te lo compré para ti, pero es que quiero leerlo yo”.

Entendido.

Comprenderán que, entre los ánimos de la editorial, los minutos sin firmar y esta pareja, era imposible venirse arriba.

Eso sí, tengo que dar la razón a todos los que me hablaban de Sant Jordi: es una fiesta realmente impresionante. Y eso que sólo estuve medio día.

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