Mal parir

El último chollo capitalista es que ya no haga falta ni siquiera pasar por el paritorio para dar a luz, una práctica de riesgo

Portada de la Revista Hola en la que aparece la actriz y empresaria Ana Obregón, de 68 años, que ha sido madre por gestación subrogada.Foto: REVISTA HOLA (EFE)

Los hospitales son lugares despiadados. Las salas de urgencias están siempre abiertas, testigos de todas las caras de la vida. Desde los primerizos que acuden a las nueve de la noche con su bebé porque le han salido unas manchitas rojas en el pie, hasta los gritos de dolor que se cuelan por las puertas entreabiertas de una ambulancia. Sus sillas ásperas de madera acogen los culos cansados que dan la vuelta al reloj: una, dos, tres, cuatro horas… “¿Qué ha dicho?”, saltan adormilados ante cualquier mensaje que retumba por los altavoces metálicos.

Solo poner un pie en el hospital es fácil ...

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Los hospitales son lugares despiadados. Las salas de urgencias están siempre abiertas, testigos de todas las caras de la vida. Desde los primerizos que acuden a las nueve de la noche con su bebé porque le han salido unas manchitas rojas en el pie, hasta los gritos de dolor que se cuelan por las puertas entreabiertas de una ambulancia. Sus sillas ásperas de madera acogen los culos cansados que dan la vuelta al reloj: una, dos, tres, cuatro horas… “¿Qué ha dicho?”, saltan adormilados ante cualquier mensaje que retumba por los altavoces metálicos.

Solo poner un pie en el hospital es fácil que los recuerdos suban por la garganta, como el vómito que acecha después de una noche de excesos. En el restaurante, casi sin querer, se juega a adivinar el dolor escrito en la cara de los comensales, los días acumulados durmiendo en una silla, el nivel de desgracia según el surco y el color de la ojera. ¿Se trata de una enfermedad pasajera, de una visita anodina o de un día más en la borrosa espera de un paciente terminal?

A los hospitales únicamente se les presupone una cosa buena: los nacimientos. El lugar donde la vida se abre paso, en vez de marchitarse; donde los llantos son de alegría; donde el olor fresco a Nenuco sustituye al dulzón de la putrefacción de la carne. Donde los ojos de cansancio son de felicidad. Donde se regalan ramos de flores coloridos en lugar de tulipanes blancos… Siempre y cuando las cosas no se compliquen.

La preeclampsia afecta al 5% de las mujeres gestantes, y al 20% cuando se trata de las mujeres embarazadas con técnicas de reproducción asistida, según la Clínica Universidad de Navarra. Por esa enfermedad se pueden pasar 10 días encerrada en un cubículo de urgencias de ginecología, en los bajos del hospital de Sant Pau. Sin ventanas, solo con una televisión y un lavabo, sin saber cuando es de día y cuando de noche, oyendo a parturientas gritar de dolor, a enfermeras correr por un desprendimiento de placenta, por una rotura de bolsa o por la enésima cesárea de urgencias. Con correas, toma de tensiones constantes y el miedo pegado a la piel sobada, se suman días para que la inquilina alojada en una barriga todavía demasiado pequeña sobreviva.

El norte se pierde suavemente con el sulfato de magnesio intravenoso y los análisis diarios (a pares) con catéter, para hacerlo más fácil. Con un poco de estúpida suerte se puede lograr un bocadillo de salchichón, arrebatado a tiempo de las manos de una embarazada famélica, sometida cada jornada al mismo menú de ingreso hospitalario: arroz blanco, sopa, pasta. La infección en la sangre con el Staphylococcus aureus llega de regalo, magníficamente anunciada por un doctor bacterio: “Es muy serio”.

Para cuando la enésima residente de agosto, triunfante, confirma su última sospecha —”¡Lo sabía! Los pulmones están encharcados. Hay que bajarla a semicríticos”— ya no queda un ápice de buena disposición en la gestante: antes la muerte. Con tensiones de 19-9 y unas ganas de llorar muy fuertes, la vida aterriza en una flamante cesárea de epidural de doble pinchazo (no podía funcionar a la primera) y un intenso olor a carne quemada. ¿El resultado? Una bebé sana de un kilo y ochocientos gramos ingresada tres semanas en neonatos con un montón de cables por todo el diminuto cuerpo y una madre exhausta, más destruida que alegre.

Nada de eso le pudo pasar (ni se le desea) a Ana Obregón hace unos días. Las imágenes muestran a la actriz salir triunfante en una silla de ruedas con una bebé en brazos de un hospital en Miami. Según Telemadrid, había dado a luz a una niña a sus 68 años, en “un embarazo que llevaba en la más absoluta discreción”. Y tan discreto, sin barriga, sin controles médicos, sin tensiones disparadas, sin miedos, sin poner jamás su vida en riesgo, sin verse en un box hospitalario con los dedos cruzados y el ánimo por los suelos. Todo eso solo lo pudo sufrir (se desea que no fuese así) la “madre”, la mujer que ha tenido hijos, según la Real Academia.

Traer hijos al mundo es una práctica de riesgo, dulcificada por todas esas féminas divinas, con embarazos de ensueño, barrigas de catálogo, partos de tres horas y un cutis perfecto en la foto posparto colgada en Instagram. Las que no vemos seguro que prefieren ser quemadas vivas en la hoguera antes de enseñar al mundo la pinta que tenían después de sacar un melón por el agujero de un limón. O de que directamente les seccionasen siete capas del cuerpo para extraerles el fruto de su vientre. “Pero vale la pena”, oímos repetir una y otra vez.

El último chollo capitalista es que ya no haga falta ni siquiera pasar por el paritorio para dar a luz. Que se pueda ser una embarazada que jamás engordó un gramo, que nunca estuvo contando semanas, ni temió un aborto, ni una subida de tensión. Por no tener, ni se padecieron almorranas. Y que esa otra persona que horneó a la bebé nueve meses (si hubo suerte) sea solamente como el doble en el cine que salta de un coche en llamas que ha caído por un barranco después de dar tres vueltas de campana. Pasa sin pena ni gloria, sin que nadie valore lo más mínimo que se ha jugado la vida.

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