Aprender y desaprender

Nunca imaginé que podría llegar a ser tan dichoso como docente hasta que he dejado de serlo

Vista de una de las aulas de la Facultada de Odontología de la UCM.Carlos Rosillo

“No sé si m’explico!”

Los alumnos del seminario del curso 1997-1998 me regalaron a final de cuatrimestre una pelota con sus firmas y una dedicatoria que explicaba el vértigo que hasta entonces había sentido en aquella aula de la planta cuarta de Blanquerna. Nunca pensé que me dedicaría a la docencia hasta que Francesc Marc Álvaro, Marçal Sintes y Albert Sáez me convencieron de que en la universidad había un cierto interés por el periodismo deportivo y mucho por el Barça. Aunque ...

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“No sé si m’explico!”

Los alumnos del seminario del curso 1997-1998 me regalaron a final de cuatrimestre una pelota con sus firmas y una dedicatoria que explicaba el vértigo que hasta entonces había sentido en aquella aula de la planta cuarta de Blanquerna. Nunca pensé que me dedicaría a la docencia hasta que Francesc Marc Álvaro, Marçal Sintes y Albert Sáez me convencieron de que en la universidad había un cierto interés por el periodismo deportivo y mucho por el Barça. Aunque no sé ni cómo me convencieron, recuerdo que puse la condición de que dejaría de comparecer el día en que sintiera el vacío de la clase de la misma manera que en su día renuncié a ser un hereu pagés cuando me di cuenta de que no sabía cómo gestionar el huerto de mi casa de Perafita. “M’explico o no m’explico?”, insistía yo, más aprendiz que profesor, examinado por los estudiantes de cuarto de Periodismo.

Advertí con el tiempo, siempre en cualquier caso con el mismo temor reverencial del día en que llegué a la calle Valldonzella 23, que cuanto sabía y asimilaba del ejercicio del oficio podía ser compartido y debatido con quienes aspiraban a ser protagonistas en pocos meses de una ceremonia de graduación en Blanquerna. Aunque nunca he dejado de reflexionar sobre el síndrome del impostor, el vínculo con los alumnos y los mandos de la universidad se ha mantenido durante 25 años, mientras la tensión educativa ha sido la misma que la informativa, como si el periodista y el profesor fueran la misma persona, ambos adictos a la información y a la necesidad de esforzarse permanentemente, preocupados por la posibilidad de ser puestos en evidencia por el alumno, el oyente, el espectador o el lector de El País.

Mi preocupación comenzó hace unos tres años cuando reparé en que el mundo universitario no paraba de cambiar mientras yo no me había movido del sitio al que llegué en 1997. Ya no reconocía a muchos profesores, algunos de los que fueron compañeros habían asumido responsabilidades distintas, no había manera de que me familiarizara con la burocratización y las exigencias administrativas y de pronto me veía como un extraño en un escenario que me había hecho mío con el consentimiento de los alumnos y la anuencia de Blanquerna. A pesar de que mi adrenalina se mantenía, poco a poco fui perdiendo motivación, fuerza e ilusión y he acabado por renunciar en el momento en que la jubilación me lo permite; mejor anticiparse y no esperar a que te quiten, tengas 65 o 70 años.

Todo aquello que sabía hacer y tenía una utilidad, lo que de alguna manera importó durante un par de décadas, ha caducado y por tanto lo mío no me alcanza —como diría Messi—. No consigo actualizarme, preciso de ayuda de especialistas y ya no disfruto sino que sufro, como si hubiera una distancia infinita entre los estudiantes y el profesor. Las necesidades no son las mismas y no quiero ser un tapón, tampoco un estorbo y menos aún un mal consejero desde que no logro hacer interesante lo importante —habitualmente se confunde también lo urgente con lo esencial— y no soy capaz de suspender ni siquiera a los que me toman el pelo.

No está claro de qué sirve la pirámide invertida ni para que es necesario jerarquizar las noticias de la misma manera que no penaliza escribir bien o mal, el trabajo de campo no puntúa y se premia más la opinión y el entretenimiento, fórmulas que se utilizan a menudo como atajos informativos y no como una evolución del periodismo clásico que obliga a buscar noticias y a saber que la palabra escrita tiene un valor.

No soy nadie para buscar culpables y desde luego eximo a los alumnos. Un buen amigo me recuerda a menudo que “cuando lo que pasa con los jóvenes nos resulta extraño o mortificante es que nos hemos hecho viejos”. Yo quiero envejecer bien por más que me preocupen las reflexiones de sabios que teorizan preocupados sobre la moda de la felicidad y la época de la infantilidad en detrimento del pensamiento crítico, como si hablar de Manolo Vázquez Montalbán, Álex J. Botines o Josep Maria Planes supusiera ser un abuelo cebolleta.

Tengo la sensación de que para continuar necesitaría volver a aprender y por tanto desaprender, un esfuerzo que me obligaría a regresar como alumno cuando he abandonado como profesor. Antes necesito tomar distancia después de gozar del cariño expresado por el personal de la facultad y por los estudiantes, del primer seminario al último —también los habrá descontento —, afortunado como he sido sin más lema que el de “pasarlo bien sin perder el tiempo”. Nunca imaginé que podría llegar a ser tan dichoso como docente hasta que he dejado de serlo.

No creo ser el único que se encuentra en una situación parecida. Así que me gustaría recoger el sentir de muchos, la mayoría en paz consigo mismos, alejados de los reproches y de cualquier ejercicio de nostalgia, y en cambio agradecidos, responsabilizados —es una profesión seria — y liberados, sabedores de que se empieza con “no sé si m’explico” y se acaba con “no sé si m’enteneu” —la última dedicatoria consensuada del curso 2022-2023 —. No es precisamente lo mismo: al principio te desvives por llegar hasta los alumnos, después peleas para que no se te escapen y al final te vences porque se te han ido, aunque sigan sentados en el aula.

El problema no es cómo te ven sino cómo te sientes y yo siento que es el momento de decir adiós, dar las gracias y aguardar a que me vengan ganas de volver.

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