Me olvidé de cómo gritar goles
Cuando me mudé a España, todo se esfumó. O, peor aún, se convirtió en recuerdo. El periodismo me acercó y me alejó del fútbol
El oficio me mató la pasión por el fútbol.
La semana pasada, la Eurocopa me llevó a conocer el estadio del Brighton. Jugaba Inglaterra contra España, pero eso era lo de menos. Cuando llegué a mi pupitre tomé una foto del campo y se la mandé a mi sobrino Valentín. Tenemos esa costumbre, matar distancia con fútbol. “¿Te gusta?”, me preguntó. “Nuevo”, le contesté. A los estadios modernos los veo como a los bailecitos en TikTok: me parecen todos iguales. O peor, como a las ostentosas ciudades del Golfo Pé...
El oficio me mató la pasión por el fútbol.
La semana pasada, la Eurocopa me llevó a conocer el estadio del Brighton. Jugaba Inglaterra contra España, pero eso era lo de menos. Cuando llegué a mi pupitre tomé una foto del campo y se la mandé a mi sobrino Valentín. Tenemos esa costumbre, matar distancia con fútbol. “¿Te gusta?”, me preguntó. “Nuevo”, le contesté. A los estadios modernos los veo como a los bailecitos en TikTok: me parecen todos iguales. O peor, como a las ostentosas ciudades del Golfo Pérsico. Son impactantes y habrá hasta quien las encuentre bonitas. Para mí, fotocopias.
Me cautivó, en cambio, el decrépito San Paolo (Nápoles) y sus recovecos en los que sientes que puedes reproducir los pasos de Maradona en el documental de Asif Kapadia; todavía sigo alucinado por la Südtribüne, la grada sur del estadio del Borussia Dortmund que no tiene nada que envidiarle a la mítica Bombonera (Boca); el día a día no me empequeñece al gigante Camp Nou; y encuentro mágica la combinación entre lo viejo y lo nuevo de Anfield (Liverpool) y de Old Trafford (United).
Cerré la conversación con mi sobrino, guardé el móvil, e intenté visualizar el Inglaterra-España. Se ve que tenía cara de preocupado (juro que no lo estaba) porque una periodista inglesa me preguntó: “Are you nervous?”. “No, soy argentino. Me da lo mismo”, le contesté. La minicharla, sin embargo, me hizo cierta gracia. Unos pocos minutos antes, en la sala de trabajo del estadio, había tenido otra, bastante más extensa, con el compañero inglés, corresponsal de The Guardian en Madrid, Sid Lowe. La misma pregunta se la habían hecho a él en una radio española antes del Liverpool-Villarreal en la última Champions. “¿Estás nervioso?”, le dijeron.
El problema, para Sid, fue que él participaba en la tertulia como periodista y no como aficionado del Liverpool. Coincidimos en que tanto en Argentina como en Inglaterra solo se aceptaba el patriotismo periodístico con las selecciones y nos indignamos (un poco) con la institucionalización del periodismo de bandera. La charla terminó como siempre terminan nuestras charlas. “¿Por qué sos del Liverpool si sos londinense?”, le pregunté. Él me contestó con el mismo entusiasmo de la primera vez. “Mi hermano mayor, aficionado del Queens Park Rangers, no quería que siguiera sus pasos y me invitó a elegir otro equipo que utilice el rojo para sus camisetas”. Buena decisión, Sid.
Me acordé de mi hermano Martín. Una tarde, cuando tendría seis o siete años, me presenté en casa con la firme intención de abandonar el mandato familiar. “No soy más hincha de Racing, ahora soy de River”, solté. Ni terminé la frase cuando me cayó el primer golpe. Le protesté a mi madre. Su respuesta fue menos violenta, pero igual de dura: “Te lo merecés por vendido”. Un poco a lo bruto y sin un libro en la mano entendí al escritor uruguayo Eduardo Galeano: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”.
Cuando llegué al hotel en Brighton me esforcé para reflotar mi primer recuerdo futbolístico. No es en un campo, tampoco un jugador: es una pila de papel de diarios. En la misma casa (la de mi abuela) en la que la superstición mandaba que había que mirar los partidos de Maradona en México 86, mi tío llegó con un montón de periódicos viejos para que mis hermanos y yo los transformáramos en pequeños cuadraditos, que finalmente entre los nuestros y los de otros miles de niños-adultos, se convertirían en uno de los mayores rituales del folclore argentino: papelitos y papelitos al viento cuando tu equipo salta al campo. Siempre había que llegar pronto a la cancha. No nos podíamos perder la salida del equipo: una fiesta de bengalas, globos, serpentinas y canciones. Y, por supuesto, papelitos y papelitos. En definitiva, la fiesta de la ilusión, la más inocente de las emociones. Ya llegaría la amargura del resultado.
Me esforzaba entonces por aprender las canciones. Esos mismos cánticos que años más tarde me hicieron transitar una etapa de desencanto con el fútbol. “Vamos a matar a todos los bosteros (los aficionados de Boca)”, “Nosotros nos la bancamos sin fierros (nosotros resistimos sin armas)”, repetía en el más clásico adoctrinamiento de ser hincha de la hinchada. Yo no tenía pensado matar a nadie y no había tocado una pistola en mi vida. Entonces, dejé de ir al campo.
El desencuentro no me duró mucho. Aparecieron mis sobrinos y todo volvió a empezar: sí o sí hay que ser de Racing, previas en la casa de la abuela (ahora, mi madre), papelitos, canciones y analizar y analizar el fútbol durante el viaje en coche, siempre con nuestro amigo Juan Martín.
Pero me mudé a España. Y todo se esfumó. O, peor aún, se convirtió en recuerdo. El periodismo me acercó y me alejó del fútbol. Ya no sé cuánto tiempo hace que no grito un gol. Esos goles que te dejan afónico después de buscar al primer notas que aparezca en el camino para abrazarlo.
Por supuesto, no celebré ninguno de los goles de la victoria de Inglaterra ante España en Brighton. Sin embargo, me di cuenta de que el oficio, por ahora, no arrasó con todo. Disfruté cuando Sweet Caroline, de Neil Diamond, se adueñó de las cerca de 30.000 personas en las gradas. Esa comunión tan improvisada como precisa entre aficionados y jugadoras para entonar “Good times never seemed so Good” me despertó mi viejo yo. Volví a sacar el móvil, esta vez para enviarle a mi mujer la celebración de las inglesas.
Con España fuera de la Euro, me libré de ir a la final de Wembley. El gran templo del fútbol mundial se ha convertido en un estadio moderno e impersonal. Un fetiche del negocio en el que tarde o temprano aparecerá Shakira cantando en el entretiempo. Ya no estará Piqué en las gradas. Y mi pasión por ese fútbol tampoco.
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