Gobernar improvisando
La AP-7 se ha convertido en el centro de la siniestralidad que provoca múltiples y constantes retenciones
A los jóvenes de Portugal de hace unos años la Revolución de los Claveles les parecía burlesca. La crisis financiera de 2008 les llevó a deplorarla porque estaban convencidos de que el país habría reaccionado mejor sin el lastre de la gesta del 25 de abril de 1974. Algo parecido a lo que sus vecinos peninsulares siguen pensando de la Transición española. La que se quiere ver como la causa de las asignaturas pendientes porque la mirada actual y revisionista del ayer no quiere contextualización ni pretende comprensión. Ejercicio voluntarista que no obligaría a compartirlo pero que ayudaría a ent...
A los jóvenes de Portugal de hace unos años la Revolución de los Claveles les parecía burlesca. La crisis financiera de 2008 les llevó a deplorarla porque estaban convencidos de que el país habría reaccionado mejor sin el lastre de la gesta del 25 de abril de 1974. Algo parecido a lo que sus vecinos peninsulares siguen pensando de la Transición española. La que se quiere ver como la causa de las asignaturas pendientes porque la mirada actual y revisionista del ayer no quiere contextualización ni pretende comprensión. Ejercicio voluntarista que no obligaría a compartirlo pero que ayudaría a entenderlo.
Sobre esto reflexionaba Lídia Jorge el sábado en las páginas literarias de Babelia. Y fue al hilo de esta opinión que la autora de El día de los prodigios recordaba que uno de sus personajes mantiene que “toda revolución es una alegría que anuncia una tristeza”. Y añadía ella misma que una revolución se hace por una utopía y un deseo de cambio. “Es un momento altamente poético cuya épica trasciende a quien participa. Exactamente lo opuesto a la democracia, que consiste en lidiar con la banalidad de lo cotidiano”. Y concluía lamentando que por eso quienes hicieron la revolución tuvieron luego tantas dificultades en compaginar lo uno con lo otro.
Este “lidiar con la banalidad de lo cotidiano” es lo que pone a prueba la acción de cualquier Ejecutivo a ojos de la ciudadanía. Es allí donde se demuestra la pericia y capacidad de resolver los problemas reales que en demasiadas ocasiones brillan por su ausencia. Y, a diferencia de tiempos no muy lejanos, ya no sirven las retóricas vacías que apelaban a principios y agravios porque no hay mayor capacidad resolutiva que ofrecer alternativas viables a cuestiones tangibles. El resto es verborrea. Especialmente detectable cuando intenta disimular la incapacidad demostrada por la cruda y tozuda realidad. Algo parecido a lo que sucede con la AP-7. La vía que se ha convertido en el centro de la siniestralidad que provoca múltiples y constantes retenciones.
Diez meses después de haberse levantado buena parte de los peajes, la circulación en algunos tramos de aquella larga autopista ha aumentado el 55%. El dato ofrecido por el conseller Elena quiere justificar las causas de unos hechos incontestables que obligan a curar ante la incapacidad de prevenir. Porque aquel logro tantas veces reivindicado tampoco podía ser inocuo si recordamos que ya en tiempos de euforia, taquillas y pago las colas fueron notables. Y de las habituales protestas derivó el levantamiento de barreras en casos concretos porque era ilógico cobrar por un servicio que no se daba. Si esto pasaba cuando el bolsillo se resentía, qué no sucedería cuando la libre circulación no tuviera impedimentos. Y así estamos asistiendo a un cúmulo de sucesos que no evita ni el precio desbaratado del carburante.
La responsabilidad compartida de los Ejecutivos catalán y español enseña que gobernar no puede ser el arte de crear problemas. Y mucho menos, el de improvisar sobre la previsible banalidad de lo cotidiano.
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