En la puta calle
La pandemia no paró el negocio del sexo, pero ha dado una severa estocada a La Jonquera
Cuando el coche se acerca, sonríe. No hace amago de irse, ni de quejarse al ver a una periodista y un fotógrafo. Tiene 42 años, es de Bulgaria, y lleva 16 años en España. Está en un cruce de la Nacional II en La Jonquera. “No hay mucho trabajo”, se lamenta, un jueves de abril, tan desangelado como la esquina donde se aposta cada día unas horas. Mientras charlamos, un anciano se acerca y aparca. “¿Un cliente?”, preguntamos. “No coge mujeres”, aclara. Es solo un mirón. Se aparca cada día allí, la saluda y se va. Más adelante lo volvemos a encontrar, haciendo lo mismo con otra mujer.
En un...
Cuando el coche se acerca, sonríe. No hace amago de irse, ni de quejarse al ver a una periodista y un fotógrafo. Tiene 42 años, es de Bulgaria, y lleva 16 años en España. Está en un cruce de la Nacional II en La Jonquera. “No hay mucho trabajo”, se lamenta, un jueves de abril, tan desangelado como la esquina donde se aposta cada día unas horas. Mientras charlamos, un anciano se acerca y aparca. “¿Un cliente?”, preguntamos. “No coge mujeres”, aclara. Es solo un mirón. Se aparca cada día allí, la saluda y se va. Más adelante lo volvemos a encontrar, haciendo lo mismo con otra mujer.
En un tramo de poco menos de dos kilómetros, una decena de mujeres se prostituye a las tres de la tarde en la frontera que une Girona con Francia. Ella tiene 23 años, es de Rumania. Se pone cada día unas cinco horas. Igual que la mujer de Bulgaria (ninguna de ellas quiere dar su nombre), se queja de la poca clientela. ¿Y por qué en la carretera? ¿Por qué no un club? “En la calle es mucho más rápido [el sexo]”, cuenta. Lleva tres años en La Jonquera, donde se ha perdido el barullo de los tiempos precovid.
“Hay mucha desmoralización en el sector”, cuenta Conxa Borrell, del sindicato Organización de Trabajadoras Sexuales (Otras). “Todavía hay mucha sensación de que me puedo contagiar de covid. Tanto ellos como ellas”, añade. Las mujeres, sin ningún tipo de derechos, temen enfermar. “No tienen una red de cuidados. Si enferman, ¿quién las cuida? ¿Quién estará por ellas? ¿Quién les llevará comida si les hace falta?”, reflexiona Borrell. Con la pandemia, muchas mujeres se vieron de la noche a la mañana con las maletas en la puerta de los hoteles de los clubes donde trabajaban. Los pisos se convirtieron, y siguen siendo, el sitio donde trabajar, a espaldas de todo, con un conocimiento casi nulo de lo que pasa dentro.
Aunque no es fácil que lo admitan. “En casa no trabajo. Nunca”, asegura la mujer búlgara. Durante el confinamiento, cuenta, trabajó por internet, con videocámaras. Pero nada de sexo en su casa. “Todo lo que hacía en la calle era ir del supermercado a casa”, asegura, como cualquiera. Los clubes estuvieron prácticamente cerrados durante más de dos años. Ahora, dice José Moreno, dueño del Paradise, el autodenominado uno de los clubes más grandes de Europa, está abierto pero a medio gas. “Trabajan unas 80 mujeres”, asegura Moreno, de las 200 para las que tienen capacidad las instalaciones. Ellas pagan 70 euros por cada noche de hotel en el club. A parte, están los trabajadores directamente contratados por Moreno. De los 78, “aún quedan 5 ó 6″ en ERTE.
Ni siquiera una pandemia mundial paró el negocio del sexo, pero ha dejado tocado uno de los epicentros de la prostitución en Cataluña. La Jonquera, ese pueblo de camiones, viento, polígonos y aparcamientos, no ha vuelto a ser el polo de atracción que era, sobre todo para hombres del sur de Francia. “Solo quedan dos clubs abiertos, el Paradise y el Dallas”, asegura el inspector jefe de la Policía Nacional en la zona Juan Ramón Andrés. Y ambos tienen muchos menos clientes de los habituales. Otro club, el Madam’s, estuvo abierto de forma encubierta como un prostíbulo sin tener los permisos hasta que fue descubierto por los Mossos y la Policía Nacional. “Todo ha quedado bastante sentenciado con la pandemia”, asegura Andrés.
El debate de la prostitución es complejo y mantiene dividido al feminismo. Tras años de periodista, he visto de todo: mujeres explotadas sexualmente, traficadas, maltratadas, golpeadas, humilladas, anuladas y reducidas a un trozo de carne para que lo use cualquiera que pueda pagarlo. También a mujeres libres, decididas a hacer de su cuerpo y de su sexo lo que consideren. Y a otras, los casos más complejos, que dicen ser libres, pero siempre bajo la vigilancia de supuestos novios que no está claro si las protegen o las chulean desde la terraza del bar.
Pero una cosa es tomar nota y escucharlas, y otra tratar de imaginar, detenidamente, qué es prostituirse. Y sobre todo, qué es hacerlo en pandemia, donde el contacto físico supuso, en los peores momentos, una posible antesala de la muerte. La infantilización de las mujeres que se prostituyen deja esos debates en manos de expertas y de oenegés. Y usurpa a las protagonistas su voz, y su punto de vista, que defienden con uñas y dientes organizaciones como Otras.
A las cinco de la tarde, un aparcacoches organiza la posible llegada de vehículos al Paradise. El cielo se ha vuelto plomizo. El aparcacoches empieza a mojarse. “Es la vida. Y menos mal que hay trabajo”, dice. Un trabajo que la lluvia arruina en la calle. Las pocas mujeres que quedan recogen sus sillas y se van.
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