El pene de oro

El concepto lo crearon estudiantes universitarios: “Tíos a los que se les sube a la cabeza su buena suerte sexual”

Un hombre consulta la aplicación Tinder en una tableta.

Con las novelas, “lo que quieres es gustar, que te quieran”, dice el escritor Carlos Zanón. El amor como motor de creación, de la literatura, del mundo en general. Una idea fastidiosa, sobre todo por lo que encierra de cierto. Más cuando se alcanza la mediana edad, ese terreno resbaladizo en el que ya nunca más se es joven, y se descubre un entorno lleno de crisis, donde el amor causa verdaderos estragos. Hasta entonces, en la era de los treinta son los nuevos veinte, nada iba tan en serio.

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Con las novelas, “lo que quieres es gustar, que te quieran”, dice el escritor Carlos Zanón. El amor como motor de creación, de la literatura, del mundo en general. Una idea fastidiosa, sobre todo por lo que encierra de cierto. Más cuando se alcanza la mediana edad, ese terreno resbaladizo en el que ya nunca más se es joven, y se descubre un entorno lleno de crisis, donde el amor causa verdaderos estragos. Hasta entonces, en la era de los treinta son los nuevos veinte, nada iba tan en serio.

Descubro el concepto del “pene de oro” en un agradable paseo por el centro de Barcelona con un amigo al que hacía tiempo que no veía. Recién separado y aparentemente alejado de la crisis de la mediana edad, acabamos hablando del amor en su forma más actual: las aplicaciones de citas. Mi amigo me resume la teoría del pene de oro: los hombres tienen tanto donde elegir, alimentado por las apps para ligar online, que difícilmente van a pasar de rollos de una noche, de un par de semanas o de un mes. Al primer problema, a la primera duda, se recurre al siguiente match.

El concepto del “síndrome del pene de oro” lo crearon estudiantes de la universidad Sarah Lawrence College. “Tíos a los que se les sube a la cabeza su buena suerte sexual”, explica el periodista Jon Birger en su libro Date-onomics, How Dating Became a Lopsided Numbers Game, editado en inglés, que se centra en el desequilibrio entre hombres y mujeres universitarios. Ellos tienen más donde elegir. En el micromundo del campus de Sarah Lawrence College, donde el 75% son mujeres, algunos hombres sufren de ese síndrome porque pueden entablar relaciones con muchas mujeres sin ningún esfuerzo. Mujeres con las que les costaría ligar fuera del campus.

Todo el libro desarrolla la teoría de cómo el creciente desequilibrio entre hombres y mujeres universitarios (hay más mujeres licenciadas) ha dado lugar a una cultura del sexo casual, relaciones informales, y ha disminuido las ratios de matrimonios. La escasez de hombres y la sobreabundancia de mujeres hacen que ellos no quieran comprometerse. Explica casos concretos de ciudades como Nueva York. Y halla la respuesta a por qué mujeres de 40 o más, preparadas, exitosas y educadas están embarcadas en relaciones que no funcionan. Lo hemos visto de forma recurrente en Sexo en Nueva York, Girls o en nuestro día a día.

Birger, periodista económico, propone algunas soluciones a esa disfunción: tener en cuenta las ratios de paridad cuando se accede a la universidad, donde se cuecen los amores candidatos al matrimonio, tener en cuenta el riesgo de retrasar casarse (cuanto más tiempo pasa, más mujeres solteras y menos hombres dispuestos a comprometerse), elegir bien nuestra profesión porque también es un buen lugar para encontrar marido y dejar de pensar en hombres universitarios como los únicos candidatos para mujeres universitarias.

Todo suena bastante casposo: buscar casarse, casarse, casarse antes de los 30, monogamia, heterosexualidad, universitarias con universitarios… Quizá por eso (o no) Birger publicó el año pasado un segundo libro, Make your move. Si con el primero se basaba en los datos para describir un mercado casi imposible para las mujeres universitarias heterosexuales que aplazan la decisión de elegir marido a pasados la treintena, en el segundo, da consejos a las mujeres (!) para lograr pareja estable.

Lo que cuenta no suena descabellado: elige tú al hombre, da el primer paso. Así no reduces tus opciones únicamente a quienes se atrevan acercarse a ti, a los que se tiran a la piscina, tú escoges al hombre que te interesa. Y critica los viejos consejos de “hazte la difícil”, “di que no aunque en realidad quieras decir que sí”, “ignore the guy, get the guy”…. También menciona los efectos de #metoo en toda esa estrategia terrible de la confusión a la que nos hemos visto sometidas las mujeres, y los hombres, durante décadas. Los hombres deben entender el no por lo que es: NO.

Explico la teoría del pene de oro en mi entorno, y causa cierta sensación. Aunque la mayoría la malinterpreta, sobre todo los hombres, y equiparan el pene de oro a un partidazo. No es eso, sino lo contrario: un hombre que liga tanto que no quiere nada serio con nadie. También hay quejas en el mundo homosexual. “Aquí siempre es así y no hay diferencia de ratios por género”, me dice un colega, hombre, sobre la falta de compromiso. En mi grupo de amigas heterosexuales, el concepto no cae muy bien. “Llamar pene de oro a los hombres con problemas para establecer relaciones sentimentales…”, lamenta, cargada de razón, una de ellas.

También sale a relucir la dura realidad de todas esas mujeres de más de 40 años que se ven abocadas a Tinder, dando likes a hombres en los que nunca se hubiesen fijado antes. La escasez de oportunidades heterosexuales, heteronormativas, relaciones de las de toda la vida, generan una brecha de seguridad en muchísimas personas. Lo pienso mientras circulo arriba y abajo en la bici, escuchando podcast de true crime, el género de moda. No sé si por casualidad, la mayoría de los casos tratan de estafadores del amor: hombres que engañan a mujeres, fingen estar enamorados de ellas y, una vez enredadas, las despluman. Las alarmas, las red flags en inglés, no saltan. Están anuladas por esa brecha. Y ellas acaban absolutamente destruidas, algunas incluso para siempre, después de haber vivido auténticas películas de miedo.

Me reafirmo: qué fastidio este amor. Mola mucho más ser una motomami.


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