Miseria detrás de la persiana
La cronificación de la pobreza está provocando un nuevo barraquismo en locales y naves abandonados. La pregunta es: ¿realmente no se puede hacer nada más por rescatar a todas estas personas?
Hace 30 años que las máquinas excavadoras derribaron la última barraca del último barrio de chabolas de Barcelona, La Perona. Los Juegos Olímpicos de 1992 aceleraron unos planes de reasentamiento que habían tardado años en completarse. Tres décadas después, sigue habiendo marginación y pobreza extrema en la ciudad, pero está dispersa y es más invisible. Ahora la miseria puede estar detrás de un escaparate tapado con papel en el barrio del Guinardó o en los bajos de una casa señorial de la plaza Tetuán. Es una miseria enquistada, que en los escalones más bajos tiene nombre y rostro extranjero. ...
Hace 30 años que las máquinas excavadoras derribaron la última barraca del último barrio de chabolas de Barcelona, La Perona. Los Juegos Olímpicos de 1992 aceleraron unos planes de reasentamiento que habían tardado años en completarse. Tres décadas después, sigue habiendo marginación y pobreza extrema en la ciudad, pero está dispersa y es más invisible. Ahora la miseria puede estar detrás de un escaparate tapado con papel en el barrio del Guinardó o en los bajos de una casa señorial de la plaza Tetuán. Es una miseria enquistada, que en los escalones más bajos tiene nombre y rostro extranjero. Shaky era paquistaní y Violeta, rumana. Casi una década llevaban entre nosotros cuando perdieron la vida en el incendio de los bajos que habían ocupado hace un año en esa plaza tras el cierre de una sucursal bancaria. Sus dos hijos, Arsalam, de tres años y Zhaara, de apenas unos meses, habían nacido aquí, tenían derechos y los servicios sociales del Ayuntamiento se habían ocupado de ellos. ¿Pero, cómo pueden las administraciones públicas ocuparse de unos niños sin ocuparse de los padres?
Esa es la gran paradoja de un marco normativo que se convierte en un muro insalvable para los inmigrantes que han llegado de forma irregular y que no tienen ninguna intención de marcharse porque, por mala que sea su situación aquí, volver a su país sería peor. La ley de Extranjería no está pensada para que puedan salir de la marginalidad, sino para que se hundan en ella. Ellos y sus hijos. Necesitan un contrato de trabajo de un año para poder solicitar un permiso de residencia y de trabajo, pero difícilmente pueden conseguir un trabajo legal sin esos permisos. Sin trabajo y sin ingresos fijos tampoco hay posibilidad de un alquiler legal. Así es como se crea ese submundo oculto que solo se asoma a los titulares cuando hay una desgracia, como ocurrió hace justo un año con el incendio de una nave industrial de Badalona en el que murieron otros cuatro inmigrantes. Son muertes evitables que el olvido devora con rapidez.
El argumento que perpetúa una legislación tan cruel es que facilitar la regularización de los inmigrantes sin papeles tendría un efecto llamada. Es un argumento falaz. La presión migratoria seguirá existiendo, con o sin regularización, porque lo que les empuja no es el efecto llamada sino el efecto salida. Huir de la guerra, de la miseria, del hambre. Se pueden poner barreras, pero no se va a poder impedir que lleguen personas inmigrantes. Lo que se puede evitar es que, una vez aquí, la supervivencia sea un infierno de explotación y miseria. Muchos trabajan en la economía sumergida y es su situación irregular la que permite su explotación.
Cualquiera que fuera la causa del fuego, la muerte de esta familia ha hecho aflorar un fenómeno tan negro como el humo que les mató: ya no hay barracas en Barcelona pero sí que hay una gran cantidad de infravivienda, en algunos casos intermediada por mafias que se ocupan de buscar locales y naves cerrados, echar la puerta bajo y facilitar, previo pago de una cantidad de dinero, que otros las ocupen. La miseria explotando a la miseria. En esas condiciones, la vida es muy frágil. La Guardia Urbana había inspeccionado el inmueble, pero nadie les había proporcionado una alternativa en la que vivir. Como tampoco la tienen las 865 personas, 209 de ellas menores, que según el registro de los servicios sociales viven en 86 asentamientos y 105 locales ocupados en la ciudad. ¿Cuántos más hay en la ciudad de Barcelona? ¿Y en el área metropolitana? ¿Y cuántos se les sumarán cuando termine la moratoria de desalojos decretada por la pandemia de la covid?
No hay suficiente vivienda social para tantas familias necesitadas. Y la normativa tampoco lo facilita. Para acceder a un alquiler social se requiere estar en situación regular. La infravivienda es una nueva forma de barraquismo. Cada día, en los barrios menos favorecidos, cuando baja la persiana de un negocio quebrado, alguien la sube para instalarse precariamente en su interior. Muchos de ellos irán a engrosar las colas del hambre: 267.000 personas dependen en Cataluña de las entidades sociales para poder comer. Y aún hay un peldaño más bajo: el que ocupan los que viven a la intemperie, aquellos que ni siquiera tienen fuerzas para ocupar un local. Según la Fundación Arrels, más de 1.000 personas duermen en la calle en Barcelona.
La pregunta es: ¿realmente no se puede hacer nada más por rescatar a todas estas personas?