Opinión

Lo normal

Buena parte de los días de agosto fueron nublados. Esta temporada he visto pocos extranjeros, no había atascos en las entradas de los pueblos con encanto, encontrar hueco en los restaurantes ha sido fácil

Dentro de unas semanas terminará un verano atípico, pienso, mientras apuro mis últimas horas de vacaciones en la playa de la Fonollera —una playa de proximidad—. Buena parte de agosto los días fueron nublados. En ningún caso nos instalamos en las altas temperaturas de lo que llevamos de siglo. Esta temporada he visto pocos extranjeros, no había atascos en las entradas de los pueblos con encanto, encontrar hueco en los restaurantes ha sido fácil. El sector costero se queja de la escasa ocupación —dicen que las zonas de montaña están a rebosar de turismo local— y el país se dispone para el aterr...

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Dentro de unas semanas terminará un verano atípico, pienso, mientras apuro mis últimas horas de vacaciones en la playa de la Fonollera —una playa de proximidad—. Buena parte de agosto los días fueron nublados. En ningún caso nos instalamos en las altas temperaturas de lo que llevamos de siglo. Esta temporada he visto pocos extranjeros, no había atascos en las entradas de los pueblos con encanto, encontrar hueco en los restaurantes ha sido fácil. El sector costero se queja de la escasa ocupación —dicen que las zonas de montaña están a rebosar de turismo local— y el país se dispone para el aterrizaje otoñal que, según los medios, será económicamente delicado.

La repetición de las cosas es terapéutica y además proporciona una medida, un relato donde agarrarse
La repetición de las cosas es terapéutica y además proporciona una medida, un relato donde agarrarse

Termina un verano poco convencional, pienso, tumbado en la arena, y me pregunto qué queda, de convencional, dónde están las cosas que teníamos por normales, más allá de los tradicionales incendios, más puntuales que todos los trenes catalanes. Dónde están los turistas, las colas, las dificultades para reservar mesa en cualquier pizzería de mala muerte. Dónde están la canícula y las caras del gentío veraniego, los conciertos de pachanga, los cadáveres de los juerguistas dorándose al sol. Cuántas fotos de menos se han sacado este año con la Costa Brava al fondo, cuántos peces de menos se han visto a través de las gafas infantiles de buceo. El contador de colchones y pelotas pinchadas, en qué medida ha bajado. Qué libros no se han leído bajo los parasoles.

La gracia de lo convencional es que se antoja comprensible y confortable. Costumbres, la repetición de las cosas es terapéutica y además proporciona una medida, un relato donde agarrarse, como los cuentos que siempre son iguales a ellos mismos, siempre ocurren y terminan de la misma manera y sin embargo nos apetece volver a escucharlos. Un verano tras otro, otro verano más o menos igual, la certitud de que las cosas volverían y se irían con la misma cadencia, el bullicio playero, la algarabía indescifrable en las terrazas del paseo marítimo y el ajetreo de los mercadillos, todo esto no ha pasado o no ha ocurrido con la misma, esperada, a veces odiada intensidad.

Otro valor del barullo estival es su papel comparativo. Sin el jaleo consuetudinario no se puede recibir el otoño como dios manda. Allende las arcas medio vacías, los dueños y trabajadores del sector turístico no pueden sentarse y felicitarse por una temporada más, porqué la sensación es que la temporada no tuvo lugar, al menos con su forma entera. Para los oriundos no hay premio, ese dulce sabor de boca por haber sobrevivido otra vez a la jauría turista, esos días de finales de setiembre, que las playas y las calles todavía son de buen vivir y es cuando los locales plantan sus banderas del orgullo de cercanías.

La pandemia lo ha puesto todo patas arriba. La población se ha esforzado por volver a lo de toda la vida
La pandemia lo ha puesto todo patas arriba. La población se ha esforzado por volver a lo de toda la vida
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La pandemia de la covid lo ha puesto todo patas arriba. Tenaces, las autoridades y la población se han esforzado por volver a lo de toda la vida. A pesar de las normativas caóticas, algunos extranjeros y algunos nacionales lo intentaron, fueron a sus destinos, se amontonaron en festivales y más de uno lo pagó con un contagio. Pero se palpa el cansancio de unos y otros. El ralentí de obligado cumplimiento ha desdibujado pueblos y ciudades. En Barcelona, más de uno ha seguido sin saberlo un consejo de Josep Pla. El escritor decía que el mejor lugar del mundo para pasar el agosto es un piso oscuro del Eixample, con sus techos altos y su suelo hidráulico, las persianas cerradas pero las ventanas abiertas, que corra el aire por encima de las horas más calurosas, y salir a pasear al final de la tarde.

No hubo verano verano. No hay, por lo tanto, buena parte de las secuelas, llamémosle estrés posvacacional, sesiones maratonianas para enseñar fotos a los amigos, el recuento de exotismos vividos para mayor envidia de los que no pudieron irse a latitudes de más bien quedar. Quizás, pienso mientras recojo la toalla, la pandemia nos ha puesto en un lugar poco convencional. También es verdad que podría ser un lugar con grandes posibilidades, el trampolín para lanzarse a un mundo nuevo, el escenario del cambio climático y de la transición verde. Menos movilidad borreguil y a larga distancia, menos aglomeraciones en un periodo tan corto, nuevas formas del mercado laboral, del calendario y del consumo, un relato que recién empezamos a trazar. Habrá que volverlo normal, recurrente y comprensible —hasta deseable— para recibir los otoños venideros con felicidad renovada.


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