La vermutería que cambió una plaza

El local Tramendu agita la frontera entre Barcelona y L’Hospitalet y triunfa con los platillos caseros de Manoli

Bar Tramendu en la plaza SuriaAlbert Garcia (EL PAÍS)

Jordi Marzo entra al bar con el pan de molde que le servirá para preparar uno de los untuosos bikinis trufados de ibérico que son marca de la casa. Despliega el toldo verde oliva y, sonriente, toma asiento en la terraza, ahora vacía, de un bar singular que ha transformado la vida de la plaza donde se ubica, en la frontera invisible entre Barcelona y L’Hospitalet. Los clientes que acuden al Tramendu de noche y de día han desplazado la droga y la pequeña delincuencia, anclada en este pedazo de asfalto feo, cerrado sobre sí mismo, palermitano. “Esta era una plaza sin encantando y degradada. Me gu...

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Jordi Marzo entra al bar con el pan de molde que le servirá para preparar uno de los untuosos bikinis trufados de ibérico que son marca de la casa. Despliega el toldo verde oliva y, sonriente, toma asiento en la terraza, ahora vacía, de un bar singular que ha transformado la vida de la plaza donde se ubica, en la frontera invisible entre Barcelona y L’Hospitalet. Los clientes que acuden al Tramendu de noche y de día han desplazado la droga y la pequeña delincuencia, anclada en este pedazo de asfalto feo, cerrado sobre sí mismo, palermitano. “Esta era una plaza sin encantando y degradada. Me gusta pensar que el local ha ayudado a dinamizar el barrio”.

No fue fácil. “Me han sacado el cuchillo un par de veces y se me ha metido gente a pincharse en el lavabo. Pero me he hecho respetar”, cuenta Jordi, de 37 años, que vive a dos calles de aquí. Después de dirigir salas y equipos en restaurantes con estrella Michelin y en locales emblemáticos de Barcelona (la Moritz, el Velódromo), Jordi abrió esta pequeña vermutería en agosto de 2017. “A mí lo que me gusta es ir de restaurantes. Para ir a un sitio con cara y ojos tenía que salir del barrio. He querido cambiar eso con un lugar que ofrezca comida de calidad, pero que sea casero, donde la gente se sienta a gusto”.

El vermut Fot-li, de Reus, y las aceitunas, patatas y enlatados sirvieron para arrancar, pero la revolución la abanderó su madre, Manoli. “Tenía cinco o seis platos de domingo buenísimos, de esos que hacen chup-chup y que no son nada fáciles de encontrar”, cuenta Jordi antes de discutir con un repartidor sobre el stock de leche. Animó a su madre a preparar unos platos —las albóndigas con sepia, el meloso de ternera, el fricandó, el calamar relleno— que hacen que, si llegas al bar con la intención de vermutear, te quedes seguro a comer.

El Tramendu ocupa el espacio de una vieja heladería del barrio. Dentro apenas hay espacio para cuatro mesas y para que las gruesas y esponjosas tortillas de Manoli se exhiban en el pequeño altar que es la barra, verde como todo en este bar. Pero lo suyo es tomar algo (y comer: el local está siempre tan lleno que solo se aceptan reservas para comidas y cenas) fuera, en las mesas que han acabado colonizando y dando vida a la plaza. Algún mediodía precoronavírico se han vivido aquí momentos de euforia alrededor de una guitarra y unos vasos de vermut. Pero Jordi es cauto, y dice que procura mantener un equilibrio entre la animación de la clientela y el derecho de los vecinos a descansar, sobre todo de noche.

Cuando sacó sus ahorros del banco y los invirtió en el proyecto, Jordi no estaba del todo convencido: “¿Quién puede vivir de un pequeño bar de barrio?”, se preguntaba. De modo que, durante el primer año, mantuvo su trabajo. Pronto se dio cuenta de que no haría falta. La familiaridad que desprende el Tramendu, esa sensación de estar comiendo entre amigos —ayuda el trato cercano de los camareros, tan difícil de encontrar en Barcelona— caló y se extendió más allá del barrio. Producto de calidad, trato casero, precios razonables. El boca oreja hizo el resto. “Empezó a venir gente de otros barrios de Barcelona, incluso del área metropolitana… Me lo empecé a creer”.

El cierre de la restauración por la pandemia afectó al Tramendu, pero no fue una herida mortal. “Al ser un negocio pequeño, el margen de beneficio es pequeño… Pero también lo son los gastos”. Jordi acordó con los trabajadores su despido para que pudieran cobrar el paro sin los problemas que conllevaba el ERTE. Lo hizo con el compromiso de que volvería a contar con ellos en cuanto la vermutería reabriera sus puertas, como así ha hecho. “Hay mucha confianza, parte del equipo que trabaja aquí es familia, gente cercana”.

El virus cogió a Jordi en plena expansión del negocio. Visto el éxito del bar, acababa de comprar un local a escasos 15 metros, en el mismo pasaje de Andalucía, con la intención de abrir un restaurante homónimo. “Tuvimos que parar las obras un tiempo”, explica mientras camina orgulloso hacia el nuevo local, ahora ya en marcha. Aquí el cliente encontrará “cocina tradicional catalana, casera, pero un poco más elaborada”, en línea con los proyectos gastronómicos en los que Jordi había trabajado.

La cocina del nuevo local, amplia, permite también dar un mejor servicio a los clientes del Tramendu. “Necesitábamos tener una cocina profesional, almacén y un espacio para el equipo”, formado por una decena de personas. El restaurante ocupa ahora su tiempo, pero la vermutería sigue siendo la niña de sus ojos y el origen de su recién adquirida fama en el barrio.

A Jordi no se le olvida el primer día que cerró por la pandemia: “Las cosas iban muy bien. Empezaba a hacer buen tiempo, la gente tenía ganas de terraza. El personal estaba a tope, llenamos las neveras…” Tampoco, el primer día en que volvió a abrir, el 29 de mayo de 2020. “Desde el primer día tuvimos lleno. Hicimos turnos, la gente lo entendió, cambió la mentalidad”. Los clientes no habían olvidado el chup-chup de Manoli.


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