Josefa, la vacuna y el catalán
Al independentismo fundamentalista le sentó como un tiro que la primera ciudadana vacunada contra la covid en Cataluña se expresara en castellano
“Hoy no podemos jugar, mamá, todos son castellanos”. Así se lamentaron más de una vez los hijos de Jordi Pujol y Marta Ferrusola, según contó la matriarca para ilustrar la marginación lingüística del catalán, cuyo uso no abundaba en la Barcelona de la avenida General Mitre. Hubieran podido jugar en su lengua materna en barrios como Gràcia, Sants o Sant Andreu de Palomar, donde el idioma nunca fue un problema. Pero para eso había que cruzar el Río Grande de la Diagonal, en cuya zona norte y durante el franquismo era elegante y conveniente optar por el castellano. Si el poder centralista facilit...
“Hoy no podemos jugar, mamá, todos son castellanos”. Así se lamentaron más de una vez los hijos de Jordi Pujol y Marta Ferrusola, según contó la matriarca para ilustrar la marginación lingüística del catalán, cuyo uso no abundaba en la Barcelona de la avenida General Mitre. Hubieran podido jugar en su lengua materna en barrios como Gràcia, Sants o Sant Andreu de Palomar, donde el idioma nunca fue un problema. Pero para eso había que cruzar el Río Grande de la Diagonal, en cuya zona norte y durante el franquismo era elegante y conveniente optar por el castellano. Si el poder centralista facilitaba el enriquecimiento, ¿por qué indisponerse con él?
Lejos del selecto vecindario vigilado por porteros de bata azul —en Santa Coloma de Gramenet, Nou Barris o L’Hospitalet— también era excepcional oír hablar en catalán. Había bloques habitados por ciudadanos provenientes de la misma zona, algunos incluso compartían piso como realquilados. El castellano era la lengua vehicular en esas ciudades-gueto de cemento que el franquismo levantó sin apenas servicios básicos: ni escuelas, ni comercios, ni transporte público, ni asfaltado, ni alcantarillado.
El catalán era desdeñado de Diagonal para arriba e innecesario en los nuevos barrios de aluvión. Por eso no resulta extraño oír expresarse en castellano agallegado a Josefa Pérez, nacida hace 89 años en Ourense. Ella fue la primera ciudadana vacunada contra la covid-19 en Cataluña el pasado diciembre. Y a ella se dirigieron en castellano y en conversación privada los insignes independentistas Pere Aragonès (presidente en funciones de la Generalitat) y la consejera de Salud, Alba Vergés, aunque en público ambos utilizaron el catalán. Al independentismo fundamentalista, no obstante, le sentó como un tiro que “una gallega” residente en Cataluña (aunque “no catalana”) hablara en castellano a los medios de comunicación, que la ciudad elegida para iniciar la vacunación fuera L’Hospitalet y que a la entrada de la residencia Feixa Llarga una leyenda deseara “Feliz Navidad” en la lengua de Cervantes.
Hay un independentismo que, aunque minoritario, se desacompleja en las redes sociales, donde hace estallar su visión excluyente, como sucedió a raíz de la elección de Josefa. Y para ello no duda en considerar artículos de fe los escritos de los que el propio Pujol se ha retractado en diversas ocasiones sobre el “anárquico hombre andaluz”, que “hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”. O los textos del expresident Quim Torra sobre “aquellas bestias a las que les repugna cualquier expresión de catalanidad” y “viven en un país del que lo desconocen todo: su cultura, sus tradiciones, su historia”. En realidad, quienes se molestaron por la relevancia dada a Josefa tienen un marco mental en el que la inmigración supone una amenaza para las genuinas esencias catalanas. Cultivan un imaginario que quieren preservar de las formas de vida y las ideologías disolventes que a su juicio aportan las oleadas migratorias. Hay muchos precedentes en el nacionalismo catalán de esa escuela de pensamiento. A principios del siglo pasado, el médico Hermenegild Puig Sais —que acabó militando en la Lliga y tuvo entre sus epígonos a los Dencàs y Badia— alertaba de que la baja fecundidad de los autóctonos amenazaba el futuro de la raza catalana. Tanto Puig Sais como Severino Aznar, periodista y sociólogo que acabaría siendo procurador franquista, combatían desde nacionalismos contrapuestos por razones económicas y de clase las migraciones por libre o el control de natalidad, apunta en sus estudios sobre neomaltusianismo el historiador Eduard Masjuan.
Ha llovido mucho desde entonces, pero la intransigencia no muere. La xenofobia, el racismo y el desprecio de clase no son un hecho diferencial catalán. La irrupción de fuerzas políticas como Vox y las exhibiciones patrioteras del Partido Popular confirman la transversalidad del eslogan “primero los de casa”. La diferencia es que el nacionalismo español dispone de un Estado del que carece el catalán, que trata de seducir con el anzuelo de que la soñada república será un paraíso social y lingüístico para la inmigración. Sin embargo, la intolerancia en las redes sociales o hechos como la asistencia hace unas semanas de Josep Costa, vicepresidente del Parlament, a una reunión con grupos secesionistas de extrema derecha, proyecta más sombras que luces sobre ese ecumenismo independentista para el que el fin justifica los medios. El apoyo recibido por Costa de Laura Borràs o de Torra no resulta alentador para desterrar las actitudes racistas o supremacistas que afloran con demasiada frecuencia.