Todos valientes, como John (Reed)

El desalojo de la última vaquería del barrio de Gràcia de Barcelona es mi única ‘hazaña bélica’ periodística, algo alejado del gran autor de ‘Diez días que sacudieron el mundo’ o ‘México insurgente’

Ilustración de Alberto Gamón para 'México insurgente', de John Reed, coeditado por Nórdica Libros y Capitán Swing.

La vaca salió volando hacia la derecha del visor y, a la vez, llegó el golpe en la nariz. Un guardia urbano evitó que el lechero siguiera arreándome. Quizá lo conté ya alguna vez. Compréndame, es mi única hazaña bélica periodística: cubría, en primera línea de fuego, cámara fotográfica en ristre, el desalojo de la última vaquería del barrio de Gràcia de Barcelona para Carrer Gran, la revista local.

Los designios del Señor son inescrutables y es evidente que no me llamó por la senda de reporterismo de guerra; bueno, tampoco por el del desalojo de okupas, ni tan siquiera por...

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La vaca salió volando hacia la derecha del visor y, a la vez, llegó el golpe en la nariz. Un guardia urbano evitó que el lechero siguiera arreándome. Quizá lo conté ya alguna vez. Compréndame, es mi única hazaña bélica periodística: cubría, en primera línea de fuego, cámara fotográfica en ristre, el desalojo de la última vaquería del barrio de Gràcia de Barcelona para Carrer Gran, la revista local.

Los designios del Señor son inescrutables y es evidente que no me llamó por la senda de reporterismo de guerra; bueno, tampoco por el del desalojo de okupas, ni tan siquiera por el de las manifestaciones de jubilados para pensiones justas. Aún así, 35 años de oficio me han proporcionado algunos latigazos de adrenalina, respiración agitada, pulso ensordecedor: el telefonazo anónimo invitándome, en aras de mi salud y la de mi familia, a dejar de investigar sobre los doblajes en TV3 (una cosa de la nostra); una rica amenaza alemana de querellarse para evitar que informara sobre reformas en la finca en que se refugió Azaña antes de abandonar España en 1939, patrimonialmente protegida; un retumbar del suelo ante un jabalí que se abalanzaba sobre mí en una cacería y el tener que dejar el móvil en una caja fuerte antes de entrar al despacho de una autoridad pública que iba a informarme sobre actividades ilícitas de un empresario cultural.

Releído, admito, suena tragicómico: todo fue en dosis homeopáticas (el jabalí, por ejemplo: su tamaño era inversamente proporcional a su ruido y me pasó, al menos, a tres metros) y el calibre informativo, lejos del de los que, en verdad, se juegan la vida y quizá cambian el sino del oficio y del mundo. Pero ahí están también, digo yo, los que bregan en las salas de máquinas del periodismo, los que cargan los torpedos que otros disparan, los que intentan sacar punta al hecho romo cotidiano cuya suma explica una sociedad para que tengan un lugar bajo el sol de las noticias; son informaciones sin fulgor aparente a las que hay que salpimentar con ingenio y épica y estética, invisibles por naturaleza a los clickbits, pero que narran de lo que está hecha la vida un día sí y otro también, los enanos hombros sobre los que se suben otros para acabar gigantes. “El periodismo, extraña aventura”, decía Josep Pla.

Todo esto pasa factura cuando hago del más ignorado de los profetas, Jeremías, en la universidad, impartiendo la única asignatura que me es permitida sobre periodismo: teoría e historia. Advierto en vano a la pura generación Z indolente tras los pupitres de que no adoren a falsos dioses, así audiovisuales como tuiteros, y les alerto del declive que algún día llegará del imperio de lo efímero, por lo que es mejor que solidifiquen su marca. Pero, nobleza y rigor obligan, no hay año que no haga aflorar a Nelly Bly, con sus 10 días de denuncia en un manicomio; Magda Donato, infiltrada en la cola de los hambrientos en el Madrid de 1934; Paco Madrid, husmeando en el putrefacto barrio chino barcelonés de los años 20; H. S. Thompson, a horcajadas sobre una moto con Los Ángeles del Infierno; Michael Herr, parando la oreja en Vietnam; Ryszard Kapuscinski, un día más con vida en Angola…

Será él quien regale al mundo la imagen de Pancho Villa como un Robin Hood mexicano

“Una bala perdida silbó sobre nuestras cabezas, luego otra; después otra dirigida y una descarga entera zumbando ferozmente. ¡Cras!, sonaban los muros de adobe mientras volaban trozos de arcilla (…) La cámara se me enredó entre las piernas y la solté. Mi sobretodo se convirtió en terrible carga y me deshice de él…”. Es John Reed, un fijo en mis exámenes, narrando su huida mientras está empotrado con el ejército revolucionario de Pancho Villa. Lo vive en México insurgente (1914), crónica precedente, y al menos tan buena, de su reconocida Diez días que sacudieron el mundo (1919) sobre la revolución rusa. Como se cumple el centenario de la muerte del periodista norteamericano, Capitán Swing y Nórdica (los dos periodismos de antes, en versión editorial: combate y exquisita retaguardia) han vuelto a coligarse y repetir experiencia lanzando una versión ilustrada. Si la de Diez días… fue del artista Fernando Vicente, ahora es Alberto Gamón quien ambienta con estética muralista ese periodismo de estilo nervioso, cargado de emoción y sentimientos, fruto de notas gestadas en riguroso (y peligroso) directo.

Reed no para quieto, va a donde está la noticia, inusual aún en el periodismo de la época: al frente, sin dormir; a la retaguardia; a la ciudad de moda, Chihuahua; entrevista a líderes, salva su vida ante un oficial borracho ofreciéndole su reloj de pulsera... Reed, que habla algo de castellano, se documenta como un poseso y sus descripciones de la trastienda vital y moral de la revolución (con la que se identifica) rozan la más perfecta de las bellezas antropológicas, atento al detalle, primorosamente escrito, goloso para el lector. De esta le llamarán el Rudyard Kipling del periodismo norteamericano y será él quien regale al mundo la imagen de Pancho Villa como un Robin Hood mexicano, mostrando sus pliegues humanos: el hombre que no sabía leer ni escribir; el estratega que, sin imaginarlo, imita a Napoleón; el que se niega a dirigir el país porque “soy un guerrero, no hombre de estado; no soy lo bastante educado para ser presidente”. ¡Qué gente, qué tiempos!

Buena parte del periodismo valiente muestra sólo el mundo, no lo interpreta; nunca es el caso de Reed; si se quiere entender el inicio del siglo XX hay que leerle: ahí estaba siempre, con sus crónicas sobre las movilizaciones obreras en EE. UU. a partir de las huelgas de Paterson, las de la Primera Guerra Mundial, las de la revolución rusa y estas de México que enviaba al Metropolitan Magazine y al New York World. Reed, ahí, también imbatible. Y entonces a uno le queda dar vueltas a lo que escribió Guy de Maupassant: “La vida, sabe, no es nunca tan buena ni tan mala como nos pensamos”.

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