Opinión

Muy honorable presidente Aragonès

Interrumpir la continuidad de la presidencia de la Generalitat, preservada por Tarradellas durante el exilio, es un error histórico que debilita la institución

El vicepresidente en funciones de presidente de la Generalitat, Pere Aragonès.David Zorrakino (Europa Press)

Hemos visto muchas cosas sorprendentes hasta ahora pero está claro que todavía no las hemos visto todas y que podemos ver muchas más. La última rareza nos la ha traído la destitución judicial de Quim Torra como presidente de la Generalitat. Hasta ahora teníamos un presidente en el exilio y un presidente vicario, y ahora tenemos que añadir un presidente interino, reconocido como sustituto provisional del presidente destituido, pero sin que tenga autorización ni voluntad de identificarse como tal presidente.

La confusión es máxima, pero está claro que ya se ha convertido en una política y...

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Hemos visto muchas cosas sorprendentes hasta ahora pero está claro que todavía no las hemos visto todas y que podemos ver muchas más. La última rareza nos la ha traído la destitución judicial de Quim Torra como presidente de la Generalitat. Hasta ahora teníamos un presidente en el exilio y un presidente vicario, y ahora tenemos que añadir un presidente interino, reconocido como sustituto provisional del presidente destituido, pero sin que tenga autorización ni voluntad de identificarse como tal presidente.

La confusión es máxima, pero está claro que ya se ha convertido en una política y desde hace mucho tiempo, incluso se diría que anticipadamente respecto a lo que ha sucedido en el mundo. La política del caos que rige en la Casa Blanca desde enero de 2017, aquí, en la plaza de Sant Jaume, rige al menos desde septiembre de 2015, cuando Artur Mas perdió las elecciones convocadas como plebiscitarias y se vio obligado después a dar el paso al lado y complacer a la CUP nombrando a Carles Puigdemont como sucesor.

Este lío de instituciones auténticas o falsas, de presidentes destituidos o reticentes y de repúblicas proclamadas o en construcción, sería motivo de un ataque de risa si no estuviéramos en mitad de una pandemia, con un sistema de salud que se aguanta con pinzas, una crisis económica de profundidad insondable y una incapacidad para gobernar las instituciones de autogobierno tan prodigiosa como la incapacidad de los mismos que nos gobiernan para aplicar los programas independentistas con los que han sido mayoritariamente refrendados.

El acuerdo entre Junts y ERC sobre la presidencia disfraza sus intereses electorales de principios independentistas

Ernest Folch lo clavó en su artículo de El Periódico de Cataluña del pasado martes (El miedo escénico de ERC, 6 de octubre): “Creíamos que la función del vicepresidente era justamente ejercer de presidente cuando este, por las razones que sea (también las injustas) cesa en su cargo. Pues no. En uno de estos giros argumentales ya clásicos en el procés, quienes hasta el minuto anterior proclamaban la importancia vital del cargo de presidente y la necesidad de preservar las instituciones, han decidido degradar la Generalidad y dejarla sin presidente (...) Las instituciones son sagradas, pero solo cuando gobiernan los nuestros”.

La apariencia son los principios, pero la realidad son los intereses. Sería una payasada sin importancia en otras condiciones, pero en las actuales se convierte en una comedia insoportable, organizada por el puigdemontismo para evitar que Aragonès, el candidato de Esquerra, pueda sacar provecho de los cuatro meses presidenciales que le esperan. Lo más patético es la resignada conformidad de Esquerra al seguir la farsa y el rechazo encendido de Aragonès a que se le trate como president.

Lo explica muy bien el papel firmado por los dos partidos coaligados, donde se fijan las reglas de esta etapa interina, y se explican las razones de la extraña forma de la interinidad: “El Govern denunciará también la represión de Estado español manteniendo vacantes todos los espacios propios de la Presidencia de la Generalidad y del Presidente, como los despachos o la silla que ocupa en el Consejo ejecutivo”. Todo el mundo sabe que la denuncia no sirve para nada y que su explicación, bien diferente, radica en la competencia electoral y política entre el puigdemontismo y Esquerra por la hegemonía dentro del espacio independentista y, sobre todo, por la mayoría parlamentaria.

En los últimos diez años se ha construido en Cataluña un fabuloso castillo de palabras, hecho de sofismas, tergiversaciones, fantasías y engaños. Una muestra más es este acuerdo entre Junts y ERC de cara a la sustitución de Torra, donde se disfraza de protesta contra “la represión del Estado español” lo que no es más que un acuerdo para mantener los equilibrios de poder entre dos formaciones.

Pere Aragonès, aunque él no quiera, es el presidente de la Generalitat. Sería bueno que ejerciera como tal en lugar de dejar transcurrir estos cuatro meses, o muchos más, en caso de que la pandemia no nos permite hacer las elecciones en el momento adecuado. No debería haber ningún problema y, al contrario, sería extremadamente beneficioso, que copresidiera con Pedro Sánchez la mesa de negociación acordada en la investidura del Gobierno español y participara a modo de presidente en todas las reuniones con los otros presidentes autonómicos y el del Gobierno central.

La continuidad de las instituciones es lo que las hace vivir. Las instituciones se encogen cuando falla la “santa continuidad” exaltada por Eugeni d’Ors. El presidente de la Generalitat es más que un cargo, es una institución, y no hay justificación para la merma impuesta por Puigdemont con la excusa de los principios, sobre el papel de cara a mantener viva la hoguera casi apagada del procés, pero con la segura intención de ganar por la mano a Esquerra, una vez más.

El presidente Tarradellas supo salvar la continuidad en las peores condiciones posibles, todo lo contrario de lo que están haciendo ahora los dirigentes independentistas. No se puede gobernar una institución y a la vez querer destruirla. No es extraño viniendo de personajes como Quim Torra, que encuentra que el autogobierno histórico de Cataluña se ha convertido en un estorbo y el catalanismo en una inutilidad. Cataluña necesita un gobierno y un presidente, y aunque su titular efectivo sea reticente, se le debe decir enérgicamente a Pere Aragonès que el presidente es él y que haga el favor de ponerse a trabajar como tal.

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