Capitalizar el desastre
Una derecha autoritaria deja que la situación se pudra para, cuando llegue el paro de masas, erigirse como defensora de los perdedores sin tocar a los ganadores
Desde los poderes políticos, económicos y mediáticos se han dado dos respuestas a la crisis de la monarquía. De una parte, patéticos ejercicios de adulación personal y de paternalista protección de Felipe VI, que no le ayudan en nada a agrandar su figura. De otra, aparentemente más sofisticada, la construcción de un tabú sobre la monarquía como intocable clave de bóveda del sistema constitucional, olvidando que la misma Constitución —otorgando al Rey la condición de inviolable sin limitaciones— favorece los desmadres del Monarca al impedir su control. Y negando algo elemental: que la legitimid...
Desde los poderes políticos, económicos y mediáticos se han dado dos respuestas a la crisis de la monarquía. De una parte, patéticos ejercicios de adulación personal y de paternalista protección de Felipe VI, que no le ayudan en nada a agrandar su figura. De otra, aparentemente más sofisticada, la construcción de un tabú sobre la monarquía como intocable clave de bóveda del sistema constitucional, olvidando que la misma Constitución —otorgando al Rey la condición de inviolable sin limitaciones— favorece los desmadres del Monarca al impedir su control. Y negando algo elemental: que la legitimidad aristocrática y la democrática están contraindicadas.
La monarquía es una transferencia de lo teológico a la política moderna que encarna la desconfianza en la ciudadanía. Y lo dejan claro algunos de sus defensores al argumentar que el jefe del Estado es una figura que debe estar por encima del trasiego político y que la determinación genética de la sucesión es una garantía de estabilidad. Es decir, el Monarca como garantía superior del Estado, por encima de la soberanía de los ciudadanos. Confluyen aquí una corte de intereses articulados en torno a la Corona, pero sobre todo una extendida cultura de desprecio al despectivamente llamado pueblo, el miedo de ciertas élites a la decisión ciudadana. Si a ello le añadimos el fantasma permanente de la cuestión catalana, todo suma en el despliegue acelerado de fervor monárquico.
Y, sin embargo, las señales de degradación institucional que viene dando un régimen incapaz de renovarse son considerables, después de una crisis económica y una doble crisis política, por el agotamiento del corporativismo bipartidista y por la cuestión catalana, y en medio de una crisis sanitaria, educativa y laboral —el paro de masas puede ser una realidad en los próximos meses. La confusión de poderes, con el judicial interviniendo en las decisiones políticas, aupado por la impotencia del ejecutivo para afrontar políticamente el conflicto catalán, dibuja un panorama de preocupante degradación, agravado por el proceso de radicalización de la derecha —que tiene claras raíces hispánicas, pero que no es ajena a la amenaza del autoritarismo postdemocrático que vive Europa.
De modo que ahora mismo no está en el horizonte la capacidad de crear los acuerdos necesarios para afrontar las urgencias que los efectos de la pandemia trasladan más allá de lo sanitario. La derecha no tiene ninguna intención de buscar espacios compartidos, mientras la izquierda ni osa, ni suma para dar pasos adelante. En el fondo, la defensa sobreactuada de la monarquía, como la insistencia retórica del independentismo en la confrontación ahora adjetivada como inteligente, no son más que cortinas de humo sobre una realidad que no hay forma de encarar cooperativamente. Y la derecha ha olido la oportunidad. Aquí, como Trump en Estados Unidos, espera especular con la desesperación de la ciudadanía e incluso presentarse desvergonzadamente como defensora de las libertades que se han cercenado con la pandemia.
Pedro Sánchez intenta poner en evidencia la irresponsabilidad de la derecha. Si el PP no echa una mano en este momento grave será responsable de lo que venga después. Las urgencias se acumulan: desde un presupuesto de choque hasta la demorada renovación de las instituciones, desde el compromiso firme frente a la crisis educativa (“hay que ir a clase es un obligación”, ha dicho con acierto la ministra Celaá) hasta las medidas de protección para salvar a las personas del abismo social, pasando por el regreso de la cuestión catalana a la política con un gesto conciliador como la amnistía. Pero Casado irá a ver al presidente sin intención de negociar, solo piensa en sacar provecho del fracaso.
Y aquí está la distancia que separa una derecha autoritaria de una derecha democrática: dejar que la situación se pudra para, cuando lleguen el paro de masas y la degradación de la convivencia en barrios y familias, erigirse como defensora de los perdedores —garantizando la intocabilidad de los ganadores, por supuesto— con la demagogia del populismo de derechas y la bandera del patriotismo autoritario. Y esta es la amenaza que las demás formaciones políticas (incluidos los soberanistas) no pueden ignorar. Sánchez no ha conseguido generar la confianza necesaria para liderar un período extremadamente delicado que requiere un impulso reformista. El riesgo es que la situación se desborde y se imponga la lógica excluyente y autoritaria del tándem Vox-PP. ¿Será la ciudadanía española capaz de parar los pies a los aprendices de brujo?