Opinión

El azar adverso

La historia que ilustra los varios malentendidos alrededor del concepto de ascenso social, y sobre todo de sus simplificaciones conceptuales

La Grossa delante del Palau de la Generalitat.ALBERT GARCIA

Hoy voy a contar, a propósito de la polémica suscitada por la publicidad de La Grossa, una historia que me relataron hace ya muchos años, y que viene como anillo al dedo para ilustrar los varios malentendidos alrededor del concepto de ascenso social, y sobre todo de sus simplificaciones conceptuales. La historia me la contó un compañero de mili, unos días antes de licenciarnos.

Estábamos una tarde en la cantina del cuartel, cuando Ramiro, así se llamaba mi compañero, comenzó a despotricar de los sorteos del Gordo de Navidad. Le pregunté por qué le parecía tan mal comprar billetes de lot...

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Hoy voy a contar, a propósito de la polémica suscitada por la publicidad de La Grossa, una historia que me relataron hace ya muchos años, y que viene como anillo al dedo para ilustrar los varios malentendidos alrededor del concepto de ascenso social, y sobre todo de sus simplificaciones conceptuales. La historia me la contó un compañero de mili, unos días antes de licenciarnos.

Estábamos una tarde en la cantina del cuartel, cuando Ramiro, así se llamaba mi compañero, comenzó a despotricar de los sorteos del Gordo de Navidad. Le pregunté por qué le parecía tan mal comprar billetes de lotería (yo acababa de adquirir uno, en vísperas del sorteo). Me contestó con una historia que me quedó grabada para siempre. Ramiro era hijo de madre soltera. Desde su nacimiento hasta los cinco años, le era difícil explicar cómo había transcurrido su existencia con su madre. Era una especie de laguna que nadie, ni siquiera su propia madre, supo nunca llenar. Parece que esta nunca fue muy explícita al respecto. Sí supo que había estado en distintas familias que lo cuidaban a cambio de un dinero que su madre les abonaba. Hasta que cumplió cinco años. Entonces su madre consiguió entrar a trabajar como cocinera en una familia de abolengo. Era una familia de altos funcionarios del Estado y dueña de propiedades rurales en la provincia de Buenos Aires y en las costas del Atlántico. Eran católicos y estrictos observantes de las prácticas piadosas y compasivas. Por mor de ello, aceptaron a la madre de mi compañero de mili con él siendo tan pequeño.

Esta gente era muy frugal en sus costumbres gastronómicas, mucha verdura y arroces hervidos y carne a la plancha. De vez en cuando un pastel de patatas, receta que parece que la madre de Ramiro dominaba a la perfección. Eso hacía más cómoda la vida de su madre. Así transcurría la existencia de mi compañero. Nunca vivimos tan bien como en esa época, me decía con nostalgia. Teníamos un baño solo para nosotros, en un piso de unos 400 metros cuadrados (cada piso en ese barrio, cerca del cementerio de La Recoleta y rodeados de embajadas, ocupaba una planta, con un ascensor que daba al interior de la vivienda), me describía. Tenía para mí solo la habitación de la plancha, donde jugaba y donde me montaba mis películas con los juguetes que mi madre se cuidaba de que nunca me faltaran. Por esa época tenía un novio 15 años mayor que ella. Este hombre me dio su apellido cuando supo que llevaba el de mi madre. Ella aceptó gustosa. Así fue que yo empecé a verlos como marido y mujer. Y a mí mismo como su hijo, siguió explicándome Ramiro.

Un día, un fatal día, enfatizó, mi repentino padre ganó un premio de lotería. Con ese dinero consideró oportuno que nuestra familia se reuniera en un domicilio común. Y así fue como se acabaron todas mis comodidades. De pronto, de un día para otro, me encontré compartiendo con mi flamante familia una habitación de diez metros cuadrados, sita en un conventillo, y con un baño para repartir su turno entre 15 personas. (Un conventillo en Buenos Aires eran casas de una planta con un patio común, rodeado de habitaciones donde en cada una habitaba una familia, con un solo baño para todos los vecinos y dos picas para lavar la ropa y la vajilla). Así empezó mi vía crucis personal, completó Ramiro. Y en un barrio siniestro de Buenos Aires. Malas compañías, hurtos diversos, deserción escolar. Hasta que llegó el reformatorio. Siempre digo, me confiesa Ramiro, que ese maldito premio significó mi descenso a los infiernos. Por lo menos hasta que conocí la biblioteca del reformatorio. Pero esta es otra historia, concluyó mi compañero de mili.

En la época en que mi compañero de mili me contaba esta historia, el concepto de ascensor social no existía. Mal hubiera casado el eslogan de la Grossa de Cap d’Any con el relato de Ramiro. La izquierda criticó severamente este desafortunado anuncio. Ramiro también lo hubiera hecho. Pero creo que por razones algo distintas. Él siempre (me enteré años después cuando volví a encontrarlo, hasta hace poco médico en un hospital de Madrid) supo que ese número victorioso del azar no solo le cambió la vida para peor entonces, sino que hasta estuvo al borde de hacerle perder la noción del sentido verdadero del progreso moral y espiritual a que debe aspirar todo ser humano. Y no solo de su bienestar económico y su confort social.

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