Los pactos que ahora necesitamos

Cuando corre todavía el virus es hora de ceder, de rectificar y finalmente de pactar. Todos los gobiernos. Contra el virus, naturalmente. Contra la miseria. Luego ya será la hora de los otros pactos

La mascarilla es obligatoria en lugares públicos si no se garantiza la distancia.Massimiliano Minocri

Como el esclavo que acompañaba al emperador para recordarle que era mortal, todos nosotros necesitaríamos una voz que nos interrumpiera cada vez que discutimos sobre el estado de alarma para recordarnos que esto es una pandemia. Han regresado las enfermedades infecciosas, que han atormentado a la humanidad durante siglos y hasta bien entrado el siglo XX no comenzaron a ser erradicadas gracias a las vacunas y a la penicilina. De hecho, no se habían ido nunca, pero eran menos visibles y parecían menos peligrosas para los países desarrollados durante las últimas décadas, desde mitad de los años 5...

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Como el esclavo que acompañaba al emperador para recordarle que era mortal, todos nosotros necesitaríamos una voz que nos interrumpiera cada vez que discutimos sobre el estado de alarma para recordarnos que esto es una pandemia. Han regresado las enfermedades infecciosas, que han atormentado a la humanidad durante siglos y hasta bien entrado el siglo XX no comenzaron a ser erradicadas gracias a las vacunas y a la penicilina. De hecho, no se habían ido nunca, pero eran menos visibles y parecían menos peligrosas para los países desarrollados durante las últimas décadas, desde mitad de los años 50 hasta ahora mismo.

La ilusión de un mundo sin enfermedades infecciosas ha marcado a todas las generaciones occidentales de los últimos 70 años. Solo las clases de edad más próximas a la centena, precisamente las más vulnerables ante el coronavirus, aún conservan el recuerdo de la época en que el tifus, la viruela, la sarampión o la polio hacían estragos entre nosotros. De repente, ahora han regresado. De hecho, comenzaron a volver hace 40 años, de forma sigilosa o acantonada en países, condiciones sociales o sexuales. El resultado es que no habíamos percibido la profundidad de su acción en el conjunto de la vida humana y en nuestras vidas particulares.

Nada está claro y todo es inseguro, a excepción de las instrucciones de recluirse en casa y no acercarse a nadie

Con el coronavirus, eso se acabó. La enfermedad y la muerte vuelven a ser una presencia imprescindible en nuestras vidas, como había sucedido siempre en la historia. La voz que rebaja nuestra soberbia y nos dice que somos mortales, ahora no se refiere solo a cada uno de nosotros sino, peor aún, a la especie. Si no fuéramos capaces de acabar con el virus que ahora nos ataca la propia vida humana encima de la tierra podría estar en peligro.

El cambio que se nos exige es absoluto. No hablamos todavía del futuro, del tipo de sociedad que tendremos que organizar para evitar que los virus se nos coman. Hablamos de detener esta pandemia. Hablamos de una enfermedad todavía desconocida, sobre la que se expresan con abundantes dudas los que más saben y con una tenebrosa seguridad quienes no saben nada. De una infección que ha corrido e infectado el mundo entero a toda velocidad y ha obligado a los gobiernos a tomar decisiones inimaginables hace apenas tres meses.

Los gobiernos han actuado a tientas. Escuchando las opiniones contradictorias de los médicos que los asesoran. Con diferencias notables en las medidas tomadas por países vecinos y a veces dentro de los mismos países entre las diferentes regiones y ciudades. Con más dudas que certezas y más contraórdenes improvisadas que órdenes meditadas. Nada está claro y todo es inseguro, a excepción de las instrucciones médicas de recluirse en casa y de no acercarse a nadie, como únicas terapias de momento atenuantes de la velocidad del contagio. Sí, es una pandemia. La única certeza, sobre todo para las clases más humildes, es que podemos enfermar y luego empobrecer y engrosar las colas del hambre.

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La desorientación es inmensa. Incluso en los países más ricos y ordenados. En ningún sitio como en Estados Unidos o en Alemania se han visto grupos extremistas organizados con actitud agresiva contra las órdenes de las autoridades. Han aparecido gobernantes irresponsables como Trump y Bolsonaro, solo preocupados por aprovechar la ocasión para sus intereses personales, e incluso fascinados con la injusta distribución del destrozo entre las diferentes clases y grupos sociales. También han surgido los ejércitos de los aprovechados, que siempre han existido. Con pandemias y sin ellas. Desde especuladores, que trafican con material médico o salen a comprar las gangas económicas, hasta oportunistas políticos, que intentan hacer avanzar sus dogmas ideológicos o colarse en los pasillos del poder, gracias a la confusión instalada entre los gobernantes.

El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no se reúne. Los tribunales no juzgan. La democracia se tambalea

¿Hay que repetirlo? Es una pandemia. Es el caos. Nada funciona. De los Estados se diría que solo quedan las fuerzas de seguridad, el personal sanitario y los servicios de limpieza. Todo lo demás se ha paralizado. Hasta la diplomacia: el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ya no se reúne. Los tribunales no juzgan. La democracia se tambalea, allí donde existe. El desorden puede llegar a destruirlo todo, vidas, patrimonios, instituciones, países. Podemos señalar culpables. Podemos lanzarnos los muertos unos a otros como si fueran proyectiles. Podemos decir qué es lo que hay que hacer ahora y cómo se debía haber hecho. Pero el único comportamiento decente frente al contagio y la miseria que llegará a continuación es aportar el esfuerzo de todos y cada uno de los ciudadanos para detenerlos. Todo lo que no sea esto significa ayudar al virus contra las vidas de las personas.

La división no es entre derechas e izquierdas, constitucionalistas y rupturistas, o independentistas y unionistas. No, la división es entre los que quieren salvar vidas y los que no tienen otro interés que no sean sus programas, intereses y obsesiones. No es la hora por tanto de otras líneas rojas ni cinturones sanitarios que no sean los que sirven para detener el contagio. Tampoco de exigir condiciones sin relación con la superación de la pandemia cuando se trata de pactar el estado de alarma o de empujar para la recuperación económica.

Cuando corre todavía el virus es hora de ceder, de rectificar y finalmente de pactar. Todos los gobiernos. Todos los partidos. Sin otras exclusiones que no sean las que por voluntad propia se impongan los que se quieran excluir. Contra el virus, naturalmente. Contra la miseria. Luego ya será la hora de los otros pactos.

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