Libros con mascarilla, guantes y la persiana bajada
Un recorrido en bicicleta por un Sant Jordi sin lectores en las calles de Barcelona y con las librerías bajo mínimos
Detrás de las persianas bajadas había destellos de luz. Empleados iban y venían entre pilas de libros y con albaranes en la mano. Las luces y los albaranes eran como símbolos en la odisea de las librerías para salvar el barco en la tormenta por el coronavirus. La lucha contra la enfermedad dejó ayer las calles sin lectores ni compradores de rosas en la diada de Sant Jordi, y los que aparecían ocasionalmente, buscaban su regalo como si se tratara de un produ...
Detrás de las persianas bajadas había destellos de luz. Empleados iban y venían entre pilas de libros y con albaranes en la mano. Las luces y los albaranes eran como símbolos en la odisea de las librerías para salvar el barco en la tormenta por el coronavirus. La lucha contra la enfermedad dejó ayer las calles sin lectores ni compradores de rosas en la diada de Sant Jordi, y los que aparecían ocasionalmente, buscaban su regalo como si se tratara de un producto de estraperlo.
El recorrido por una Barcelona desolada empezó en la estación de Bicing de Rambla Catalunya, delante de La Casa del Libro. El establecimiento, cerrado a cal y canto, solo recibía la atención de dos equipos de televisión que tomaban imágenes del vacío en la que es la arteria principal del día del libro. El servicio municipal de bicicletas reinició ayer la actividad, aunque prácticamente los únicos ciclistas que recorrían la ciudad eran los mensajeros, de todo tipo de paquetería, también de los libros que en los últimos días han estado repartiéndose coincidiendo con Sant Jordi. En La Central del Raval y de la calle Mallorca, en Altaïr y en Laie, las luces en el interior delataban un trabajo de resistencia, como si achicaran con cubos el agua de un velero en el ojo de un huracán. En Laie aseguraban que las ventas de la semana de Sant Jordi a duras penas alcanzaría un 15% de lo que ingresa la librería de Pau Claris en un 23 de abril normal, “sin contar lo que se vende en las paradas de la calle”.
Paquetes listos para ser distribuidos esperaban en la entrada de Laie. Con la verja entreabierta, un vecino se acercó a preguntar si le podían vender un libro. La respuesta fue que no podían, aunque poco después el hombre accedió a un portal contiguo y salió con lo que buscaba. “Lo había reservado por internet”, aseguraba una de las encargadas. Los pedidos online se multiplicaron por doce en Laie, una cifra que es un salto cualitativo pero que, comparado con la venta presencial, según decían, ofrece unos resultados “irrisorios”.
También se produjeron expediciones relámpago para encontrar rosas. En un estanco de Rambla Catalunya, un hombre que llevaba dos rosas era interrogado por varios transeúntes sobre dónde podían adquirir la flor. En Zinnia, la floristería de la avenida Pau Casals, colgaron un cartel con el que avisaban que las rosas se habían agotado. Una mujer esperaba para llevarse tres unidades que había comprado por teléfono. Una cadena impedía el acceso a la tienda y el encargado, a pie de calle, informaba a este diario que gracias a la venta online y la entrega a domicilio, habían podido facturar hasta un 40% de lo que es habitual en Sant Jordi.
Los focos del escaparate de la librería +Bernat, en la calle Buenos Aires, se mantienen encendidos durante las semanas de confinamiento. Montse Serrano, alma de +Bernat, explicaba que había montado una parada íntima dentro del local, “con senyera incluida”, por si a alguien se le ocurría acercarse a comprar la prensa en su sección de kiosco. Fue el primer Sant Jordi en cuarenta años que Serrano pudo almorzar en casa. “Paella y cava”. En el escaparate lucen las portadas de 32 libros que quedaron allí de antes de la era del coronavirus. Los transeúntes que cruzaban por delante de la tienda –una mujer con un carro de la compra y visera protectora, un paseador de un bulldog francés, los mozos de un supermercado– no prestaban atención alguna a los títulos expuestos, todos escritos por mujeres, de Virginia Woolf, Margaret Atwood o Mercè Rodoreda. “Es necesario encontrar caminos. Ir con la corriente y, si cae, levantarse. Aceptar el dolor sin temerlo. Es necesario acumular mucha valentía para las horas que vendrán”, escribía Rodoreda en Aloma, la novela más vendida en Cataluña en 1938, año en el que Sant Jordi, por culpa de la guerra civil, tampoco pudo celebrarse.