El falso momento de la nada
Para un hipocondríaco (yo me considero un previsor) salir a hacer las compras y leer los consejos que circulan en los grupos de WhatsApp es un cóctel molotov
Como si en sus confusas tesis la presidenta de la Comunidad de Madrid guardase algunos momentos insospechados de lucidez, me veo en la obligación moral de admitir que coincido con Isabel Ayuso y, como a ella le pasaba (o le pasa, no lo sé) con los atascos de Madrid, yo echo bastante de menos el tráfico de Buenos Aires. Barcelona te da mar, montaña, una asociación de marihuana cada tres calles, pero no un atasco como Dios manda. Esos en ...
Como si en sus confusas tesis la presidenta de la Comunidad de Madrid guardase algunos momentos insospechados de lucidez, me veo en la obligación moral de admitir que coincido con Isabel Ayuso y, como a ella le pasaba (o le pasa, no lo sé) con los atascos de Madrid, yo echo bastante de menos el tráfico de Buenos Aires. Barcelona te da mar, montaña, una asociación de marihuana cada tres calles, pero no un atasco como Dios manda. Esos en los que te pasas dos horas en el coche y en los que la radio ya no te brinda esa amistad unilateral y en el los que hasta el hit de tu vida te agobia. Entonces, aparece el momento de la nada. Un momento para desafiar el pánico al aburrimiento y a los estados de ánimo de la soledad. Un momento, en definitiva, introspectivo, panacea para los incontables psicólogos de la capital argentina.
De entrada, el confinamiento se me antojó como el tráfico. Sin ir al psicólogo, claro. Una suerte para mis finanzas y una desgracia para mi autoestima, pero con dinero en el banco y mucho tiempo para reflexionar. Todo un desafío. Ya se sabe que esto de pensar es como la verdad, cada uno lo afronta como mejor puede. Pensé en ese momento de la nada y recordé un cuento que leí en el colegio secundario sobre un hombre de negocios que se convirtió en vagabundo después de darse cuenta de que los cinco minutos que más disfrutaba del día eran los que transcurrían entre que sonaba el despertador y se levantaba. Entonces, decidió convertir su vida en esos cinco minutos. Otras épocas, hoy esos cinco minutos son 20 y todo el mundo lo pasa abrochado al móvil. Se me cruzó por la cabeza también un hombre, de nombre Miguel, que cada mañana me cruzo en la avenida Roma mientras paseo con mi perro Camilo. Alguien me contó que duerme en el Mercat de Sant Antoni y que pasa sus mañanas en un banco del Eixample porque una vecina le da de comer. No sé mucho más de él, más allá de que tiene un dudoso gusto informativo y literario (siempre está con La Razón y la Cuore) y que se parte de la risa cuando ve cómo me escondo para angustiar a Camilo. No es para tanto, se lo aseguro, pero da gusto tener un público agradecido.
Creía que el confinamiento me acercaría a su empleo de las horas. Que encontraría mi tiempo para la nada, que me aburriría de ver series y de leer, que gastaría las listas de Spotify y que las noticias se repetirían como las agujas del reloj. Salvo en lo último, me equivoqué en todo lo demás. Me cuesta distinguir cuando empiezo y dejo de trabajar y ya ni siquiera tengo a Camilo para justificar caminatas frente a los Mossos y excursiones mentales ante la culpa. Con mi mujer Martita, a ese perro que había reinventado nuestro matrimonio, le hemos encargado otra misión: en tiempos de soledad sin soledad, tiene que cuidar de mi suegra.
Entonces Martita, opositora a juez, una experta en esto del confinamiento, se encarga de cuidar mi salud mental. No es de lo único que me salva. En tiempos del coronavirus, a un tipo etiquetado socialmente como hipocondríaco (yo me considero un previsor), salir a hacer las compras y combinarlo con los consejos que circulan en los grupos de WhatsApp es un cóctel molotov que mi mujer se encarga de aliviar. También me obliga a dejar el ordenador y salir cada noche a las ocho al balcón para homenajear al personal sanitario, siempre con el pensamiento en mi cuñada. Nos tomamos una copa de vino. Ya no nos contamos cómo fue el día, pero nos perdemos en conversaciones en las que nos dimos cuenta, 12 años después, de que aunque ella nació en diciembre y yo en abril, los dos somos hijos del otoño. Una práctica para esa vejez que imaginamos juntos en algún pueblo de interior de Cataluña o en una finca de Buenos Aires.
Echo de menos, eso sí, a mi ala de la redacción. Por más que mis vecinos insistan en que escuche su televisión, pienso en Xavi Vidal-Folch. No cuento con la calidez de Ramon Besa, ni con las risas de José Ángel Montañés y Robert Álvarez. Me faltan los pitillos con Quixano, las correcciones de Tronchoni, las charlas con Carles Geli sobre el Barça, las aventuras por medio mundo de Jacinto Antón y los consejos de cine de Noelia Ramírez. Del mal humor gallego de mi amiga Jessica Mouzo no me he librado. Tiempos extraños. Ni la angustia convertida en positivismo de El día de la marmota ni el eterno retorno de Nietzsche, el confinamiento me trajo un falso momento de la nada.
EL VACÍO DE CAMILO
Lugar de cuarentena: Un piso de Barcelona
Habitantes: dos adultos.
Carencias: Camilo, el perro.
Libro y serie: Ella, los códigos procesales; él, Thomas Pynchon, La subasta del lote 49. Racionalizamos Fleabag (un capítulo por día) y nos ponemos al día con las películas de los Oscar que nos quedaron pendientes.